PAOLO MORELOS
El depósito apestaba a muerte.
No a la muerte de cuerpos… a la peor: la muerte de almas.
Niños en jaulas. Cadáveres con corbata. Y yo, Paolo Morelos, con un rifle en la mano y ganas de reventarle los sesos al mundo entero.
—Limpio el pasillo este —susurró Noah por el comunicador.
—Copiado. Yo entro por la izquierda.
Pateé la puerta y ahí estaba. Un bastardo con una jeringa aún en la mano y un cigarro colgándole del labio. Me miró como si no entendiera qué demonios pasaba. No tuvo tiempo de entenderlo. Le metí una bala entre ceja y ceja. Cayó como un saco de basura.
—Uno menos —murmuré.
Avanzamos entre estanterías oxidadas, bidones con etiquetas ilegibles y colchones podridos donde habían hecho dormir a niños. Niños. Maldito sea yo si dejo uno atrás.
—Aquí hay cuatro —dijo Noah—. Todos vivos, pero uno está inconsciente.
—Estoy en camino.
Corrí hasta él. Cuatro pequeños. Dos de no más de seis años, uno de nueve. Y el último…
Tenía cuatro.
Lo supe apenas lo vi.
Tenía la car