A la mañana siguiente, Chiara despertó y notó de inmediato la ausencia de Adriano. Él había salido antes del amanecer, como solía hacer cuando los asuntos de la familia lo reclamaban. Ella, en cambio, tenía un propósito diferente para ese día: regresar al paraje prohibido y desenterrar aquello que la inquietaba, ese pequeño cuadrado de oro que había descubierto, y que la llamaba con un peso misterioso.
Las caballerizas estaban silenciosas, envueltas en la calma de la madrugada. Aldebarán, su hermoso caballo, aún dormía. Chiara no quiso molestarlo; simplemente tomó la pala que descansaba en un rincón y salió, dispuesta a cumplir con la misión que se había impuesto.
El aire era frío, aunque soportable. Llevaba guantes para protegerse y una chaqueta ligera. El camino hacia aquel lugar apartado no era corto, pero en su interior había una determinación férrea: debía llegar, debía enfrentarse a lo que había quedado enterrado bajo las piedras del destino.
Al arribar, contempló el mismo paisa