La noche había caído sobre la ciudad como un manto de hierro. La luna apenas se filtraba entre las nubes pesadas, y el viento arrastraba consigo un murmullo inquietante que parecía seguir a Adriano mientras conducía por los caminos menos transitados. El silencio de la madrugada solo era interrumpido por el rugido discreto del motor, como un corazón mecánico latiendo al compás de su ansiedad.
No llevaba escolta. Había ordenado que nadie lo siguiera, ni siquiera Damian. Aquella visita debía ser secreta, tan secreta como el propio paradero del hombre al que iba a ver. Cada cruce de carretera, cada giro inesperado, era parte de un laberinto que protegía la verdad.
Después de una hora de trayecto, llegó a un pequeño poblado olvidado, donde las casas parecían sombras detenidas en el tiempo. Al final de un camino de tierra, se alzaba una construcción discreta, sin lujos, de muros encalados y ventanas cerradas. Para cualquiera, era una casa abandonada. Para Adriano, era el refugio de un secre