Chiara se encontraba en un silencio extraño, un vacío que parecía extenderse más allá de lo comprensible. A su alrededor no había paredes ni cielo, solo un resplandor blanco que le quemaba la piel y le dificultaba respirar. Sin embargo, en medio de esa nada, un sonido comenzó a abrirse paso: el galope de un caballo, firme y cadencioso, como un tambor que retumbaba en el pecho de quien lo escuchara.
La mujer giró la cabeza, y poco a poco el vacío empezó a llenarse de imágenes. El resplandor se transformó en un campo abierto, verde e infinito, como un lienzo pintado con vida. El olor a hierba fresca la invadió, mezclado con el eco de los cascos golpeando la tierra húmeda. Chiara reconoció el lugar, aunque no podía precisar por qué: eran las caballerizas antiguas, aquellas de su infancia, donde tantas veces había visto a Martina montar.
Y entonces la vio.
Martina, erguida sobre un caballo majestuoso, de pelaje negro azabache que brillaba como si fuera de obsidiana, se recortaba contra el