Adriano llegó muy tarde esa noche. Sentía el dolor.
Siempre habían tenido pactos: no meterse con niños.
Sintió unos pasos que se acercaban, suaves, femeninos. Los reconoció: era ella, Chiara.
La mujer estaba vestida con una pijama blanca, el cabello suelto y ese aire de seguridad que siempre llevaba. Nunca se había sentido tan seguro como cuando estaba con ella.
Chiara puso las manos sobre su rostro y lo miró. Al parecer, podía sentir el dolor que Adriano traía en el alma.
—¿Qué sucedió? —preguntó con voz suave—. Cuéntamelo... Y dime, ¿qué harás?
Chiara sabía que lo ocurrido esa noche había sacudido el ser y sentir de Adriano.
—Alguien se atrevió a meterse con inocentes... con un negocio bajo mi protección —la ira vibraba en su voz.
Pero Chiara no sintió miedo. Al contrario, sintió esa ira, ese dolor, como suyo.
—Lo sé. No es justo... ¿Ya sabes quién fue? —preguntó con voz tranquila, pero su mirada ardía con rabia contenida.
—No... pero esto no quedará así —Adriano la atrajo hacia él