Espantaria al mismo Lucifer.
La noche se había vuelto más oscura de lo habitual. Ni las luces de Palermo ni la luna se atrevían a iluminar el camino de Adriano. Dentro de la camioneta blindada, el silencio era espeso, como si incluso sus escoltas evitaran respirar demasiado fuerte. Sabían que su Don no hablaba cuando estaba furioso. Y esta vez, lo estaba más que nunca.
Llegaron a la casa de seguridad en las afueras, una antigua villa reconvertida en fortaleza. Rodeada por muros de piedra, cámaras, guardias armados y perros entrenados, era uno de los pocos lugares donde Adriano podía moverse sin preocuparse por francotiradores o emboscadas.
Al bajar del vehículo, no dijo palabra. Su abrigo negro ondeaba tras él como una sombra viva mientras cruzaba el patio de piedra. Dentro, lo esperaba Michele junto con dos hombres de inteligencia de la familia.
—Don Adriano —dijo uno de ellos con una inclinación leve.
Él solo asintió.
Entraron en una sala sin ventanas. En la mesa central había una carpeta gruesa, fotog