La noche había caído con una pesadez sofocante. La mansión, a pesar de su lujo, se sentía como una prisión de mármol. Chiara entró a la recámara que compartía con Adriano, descalza, envuelta en una bata de seda color marfil. Encendió la lámpara de la mesita y la habitación se llenó de una luz cálida que no alcanzaba a disipar del todo las sombras.
Se sentó al borde de la cama, mirando hacia la ventana. Las cortinas danzaban levemente con la brisa. No podía dormir. No con tantas voces cruzándose en su mente, no con esa duda.
Adriano entró minutos después. Cerró la puerta sin decir palabra. Se quitó la chaqueta, la pistola la dejó sobre la cómoda, al alcance, como siempre. Sabía que en su mundo la traición dormía más cerca que el amor.
—¿Te vas al norte con él? —preguntó Chiara de pronto, sin mirarlo.
Adriano se detuvo, con los dedos en los botones de la camisa. La miró, en silencio. Luego negó con la cabeza.
—No. Lo enviaré solo. Quiero ver cómo actúa cuando cree que nadie lo observa.