Mundo ficciónIniciar sesiónEl ruido del circo la envolvía: voces de personas hablando en distintos tonos, risas de niños que corrían descalzos por la tierra, el sonido de animales que no alcanzaba a identificar, y esa gran carpa roja y blanca que se alzaba como un gigante frente a todo lo demás.
Un hombre robusto, con barba desordenada y un sombrero de ala ancha, se acercó al coche y la observó curioso.
— ¿Nueva, verdad? —preguntó con una sonrisa que dejaba ver un par de dientes faltantes. — No soy nueva. Estoy de paso. —respondió Alexandra, cruzándose de brazos con altivez. — De paso, dice… —rió el hombre, como si supiera más de lo que ella misma sabía—. Pues bienvenida al circo de los hermanos Duval señora de GabrielAlexandra se enderezó como si un balde de agua helada le hubiera caído encima.
— ¡Yo no soy su señora! —exclamó indignada. — Oh, claro, claro… —contestó el hombre levantando las manos en gesto de rendición, aunque la sonrisa socarrona no se borró de su rostro—. Aquí todos saben que cuando Gabriel trae a alguien en su auto, no es por casualidad.Alexandra apretó los puños, furiosa, mientras veía cómo Gabriel se alejaba entre los demás artistas.
Sus maletas seguían en la tierra, y su mundo, que horas antes era Nueva York con sus rascacielos y su vida organizada, parecía haberse reducido a aquel descampado con caravanas oxidadas y una carpa que la intimidaba más de lo que quería admitir.
Con un suspiro resignado abrió la puerta del auto y bajó. Murmuró entre dientes:
— Está bien, Lexa, respira… no vas a dejar que un circo te derrote.Dio un par de pasos, intentando mantener la compostura, cuando una niña pequeña con la cara pintada de colores se le acercó con una sonrisa enorme.
— ¿Tú eres la nueva reina del circo? —preguntó con ingenuidad.Alexandra se quedó paralizada, sin saber si reír, llorar o gritar.
— No… —su voz salió débil, casi quebrada, mientras sentía cómo la garganta se le cerraba. Sin pensarlo, echó a correr tras Gabriel, que avanzaba con pasos firmes, cargando con la indiferencia como si fuera otro equipaje más. — ¡Espera, Gabriel!
El hombre se detuvo de golpe y giró lentamente. Sus ojos oscuros, cargados de cansancio y severidad, se clavaron en los de ella como cuchillas.
Tenía el ceño fruncido y la mandíbula apretada, el rostro endurecido como si aquella súplica no fuese más que un ruido molesto.
Alexandra sintió que el aire se volvía pesado a su alrededor.
— ¿Qué quieres ahora? —dijo con voz grave, arrastrando las palabras como si cada una pesara demasiado.
— No puedes dejarme aquí sin decirme nada —replicó Alexandra, intentando sonar firme aunque sus manos temblaban.
Gabriel arqueó una ceja, una sonrisa cínica dibujándose en su rostro.
— Te lo dije, ¿no? Este es tu mundo ahora. Bienvenida al Circo de los Hermanos Duval. —Señaló las carpas con un gesto brusco—. Si no te gusta, puedes largarte caminando.
— ¡No me hables así! —La voz de Alexandra se alzó más de lo que ella misma esperaba. Notó cómo varios curiosos comenzaban a asomar la cabeza entre las cuerdas y cortinas. Su corazón se aceleró—. No me conoces… no sabes lo que he pasado.
Gabriel bufó con desdén, como si cada palabra que ella decía fuera una carga más en su ya pesada mochila.
— Te llevaré a mi caravana para que descanses un poco. —dijo con voz seca, sin mirarla—. Yo debo preparar algunas cosas antes de que inicie el primer show.Alexandra frunció el ceño, insegura de si debía seguirlo o quedarse donde estaba. Sin embargo, el miedo a quedarse sola en ese lugar extraño pudo más, y terminó caminando detrás de él.
Avanzaron por el pasillo de tierra que separaba las caravanas, pasando frente a varios artistas que los miraban con curiosidad.
Había una contorsionista practicando con una tela roja colgada de un poste, un payaso pintándose la cara frente a un espejo portátil, y un par de acróbatas que se detuvieron a cuchichear apenas los vieron pasar.
— Están mirándome… —murmuró Alexandra, nerviosa, abrazándose a sí misma.
Gabriel ni siquiera volteó.
— Estás en un circo, princesa. Aquí todos miran, todos juzgan. Te acostumbrarás.— ¡Pues no quiero acostumbrarme! —replicó ella, acelerando el paso hasta quedar a su lado—. No quiero ser parte de tu mundo ni de este lugar lleno de caravanas viejas.
Él se detuvo de golpe y giró hacia ella, obligándola a frenar también.
— Te guste o no, Alexandra, ahora es tu mundo. —Su voz era firme, como un golpe seco—. Lo mejor que puedes hacer es dejar de resistirte y buscar la manera de sobrevivir.Alexandra apretó los labios, conteniendo la respuesta mordaz que quería soltar.
No estaba lista para otra discusión. Bajó la mirada, siguiendo el movimiento de sus botas sobre la tierra hasta que finalmente llegaron a una caravana blanca, de pintura descascarada y ventanas pequeñas.
El lugar lucía tan destartalado que parecía que bastaría un soplo de viento para derribarlo.
— ¿Aquí vives? —preguntó ella con incredulidad.
Gabriel arqueó una ceja.
— Aquí descanso. Vivir… es una palabra demasiado grande para este sitio.La empujó suavemente hacia la puerta y abrió con una llave oxidada.
El interior no era mucho mejor: un pequeño sofá raído, una mesa plegable llena de papeles, un perchero improvisado donde colgaban chaquetas negras y una cama en la esquina apenas cubierta con una manta gris.
El olor a madera húmeda y cigarrillos impregnaba todo.
— Bienvenida a tu nuevo palacio. —ironizó Gabriel, entrando primero para dejar las maletas sobre el suelo—. No esperes lujos, Alexandra.
Ella recorrió el lugar con los ojos muy abiertos, horrorizada.
— Esto es… espantoso.Gabriel soltó una risa seca.
— Lo espantoso es tu actitud. —se acercó a ella y bajó la voz—. Deberías agradecer que al menos tienes un techo donde dormir.— ¡No pedí nada de esto! —explotó Alexandra, con las mejillas encendidas—. No pedí casarme contigo, no pedí venir a este lugar, no pedí dejar Nueva York. ¡Quiero volver a mi vida!
Por un segundo, el rostro de Gabriel se endureció, como si la rabia fuera a dominarlo. Pero en vez de gritar, respiró hondo y se apartó hacia la ventana, mirando hacia afuera.
— Tu vida ya no existe, Alexandra. La dejaste atrás.El silencio cayó entre ellos, pesado, sofocante. Afuera, se escuchaba la risa de un payaso y el ladrido de un perro que corría entre las caravanas. Alexandra se dejó caer en el sofá, tapándose la cara con las manos.
— No voy a soportar esto… —susurró.
Gabriel, sin girarse, murmuró con voz grave:
— Créeme, princesa… el circo no es un lugar para soportar. Es un lugar para sobrevivir.






