En ese instante, una voz retumbó en el salón y congeló el aire.—Chicos —intervino el padre de Alexandra, con esa autoridad implacable que siempre la había hecho sentir pequeña—. No es tiempo de hacer un espectáculo el día de su boda.Gabriel, sin soltarla, lo miró directamente. —Debo irme, señor Montclair. El trabajo me llama. Alexandra se rehúsa a acompañarme.Alexandra soltó un bufido de indignación, rodando los ojos. —¡Puff! ¿Acaso eres Superman? —soltó con sarcasmo—. Yo me voy a quedar atendiendo a mis invitados.El silencio se hizo denso. Y entonces, la sentencia cayó como un martillo.—Vete —ordenó su padre, mirando fijamente a Alexandra.Ella lo observó atónita, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Durante toda su vida, su padre la había complacido, protegido, defendido de las críticas. Pero esa noche… la estaba entregando sin mirar atrás.—¿Por qué? —preguntó Alexandra, la confusión dibujada en sus ojos azules—. ¿Qué crees que pensarán los invitados si no no
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