Mundo ficciónIniciar sesiónElla frunció los labios, claramente irritada.
— ¿Y entonces por qué nos acercamos a un circo? — soltó, señalando con un gesto de la mano la carpa que se alzaba como un gigante en el descampado.
Gabriel rio por lo bajo, un sonido breve, como si hubiera estado esperando la pregunta.
— Porque aquí es donde empieza todo.
— ¿Todo? — repitió ella, arqueando las cejas.
— Alexandra… — se inclinó apenas hacia ella, sin perder el control del auto —. No todo el entretenimiento ocurre en teatros de Broadway o estudios de televisión. Hay espectáculos que nunca aparecen en la cartelera oficial, pero que mueven más dinero, más secretos y más poder del que podrías imaginar.
— ¿Quieres decirme que manejas… un circo?
Gabriel sonrió, pero no respondió de inmediato. El silencio fue más incómodo que cualquier confesión. Finalmente, dijo con voz grave:
— En parte, pero digamos que el circo corre por mis venas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Alexandra.
Afuera, el auto ya se internaba entre las caravanas, y podía distinguir personas caminando: hombres tatuados, mujeres con vestuarios brillantes y máscaras, niños corriendo descalzos entre la tierra.
El aire estaba impregnado de un olor a humo y algodón de azúcar, una mezcla tan dulce como desagradable.
— No me gusta este lugar… — murmuró ella, llevándose un mechón de cabello detrás de la oreja, nerviosa.
Gabriel estacionó el auto frente a la carpa principal.
— Acostúmbrate. — dijo con firmeza, apagando el motor —. Porque este será tu mundo a partir de ahora.
— No me pienso bajar de Black Betty. — Alexandra se cruzó de brazos, clavando la mirada hacia adelante.
— ¿Quieres que te lleve en brazos como recién casados? — preguntó Gabriel con una media sonrisa que escondía un dejo de provocación.
— ¡No! — replicó de inmediato, con un tono casi infantil pero lleno de furia contenida —. Quiero regresar a Nueva York, seguir con mi vida normal y no estar casada con un… circense.
El rostro de Gabriel se endureció al escuchar esa última palabra. Sus labios se apretaron en una fina línea y la chispa juguetona de sus ojos desapareció en cuestión de segundos.
El cuerpo de alexandra se estremeció al ver a Gabriel enojado, se removio en su asiento y desvio su mirada.
— Cuidado con lo que dices, Alexandra. — Su voz bajó un tono, grave, pesada. — No sabes nada de este mundo ni de lo que realmente significa.
Ella lo miró desafiante, aunque por dentro sintió un nudo en el estómago.
— Lo único que sé — respondió con sarcasmo — es que mi vida era perfectamente estable hasta que apareciste con tus contratos extraños, tus juramentos y tus… caravanas.
Gabriel golpeó suavemente el volante con la palma abierta, conteniéndose.
— ¿Perfectamente estable? — repitió con ironía, girándose hacia ella. — ¿Eso piensas? ¿Una mujer que estrella un auto contra una guardería y huye como si nada tiene una vida estable?
Alexandra bajó la vista, la vergüenza ardiendo en sus mejillas. No soportaba que él usara ese error contra ella.
— Ese fue un accidente. — murmuró, apenas audible.
Gabriel la observó unos segundos en silencio, como si estuviera decidiendo hasta dónde podía presionarla. Finalmente, suspiró y abrió la puerta del auto.
— Bájate, Alexandra. — ordenó con firmeza.
— Ya te dije que no pienso bajar. — replicó ella, apretando aún más los brazos contra su pecho.
Él se inclinó hacia ella, sus rostros quedaron peligrosamente cerca.
— O bajas caminando… o te bajo yo. — dijo despacio, cada palabra cargada de determinación.
Alexandra lo miró fijamente, intentando leer si hablaba en serio. Y al ver la intensidad en sus ojos, comprendió que no era una broma.
— ¿Eso es lo que haces con tus “esposas”? ¿Obligarlas? — escupió con rabia, buscando herirlo.
— Como prefieras, princesita de cristal, sal del Black Betty cuando asimiles que este ahora será tu mundo. —La voz de Gabriel fue dura, sin espacio para discusión.
Con un movimiento seco abrió el baúl, tomó las maletas de Alexandra y las dejó caer sobre la tierra seca con un golpe sordo. Luego, sin mirarla de nuevo, se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el campamento.
Alexandra lo siguió con la mirada, incrédula, viendo cómo aquel hombre que acababa de arruinarle la vida se alejaba con paso seguro, saludando a algunas personas que parecían recibirlo con respeto.
Ella apretó los dientes y murmuró para sí misma:
— ¿Princesita de cristal? Ya veremos quién se rompe primero.







