Mundo ficciónIniciar sesiónGabriel se fue dejándola sola en aquella caravana la cual estaba hecha todo un desastre, había platos en el fregadero, las puertas de los estantes estaban abierta en par y el piso parecía que fuera un campo de guerra, la cama estaba llena de ropa y había un olor nauseabundo que no la dejaba respirar bien.
Así que decidió salir de aquella caravana y tomar una fuerte bocanada de aire.
El sol templado pegó directamente a su cara e instintivamente comenzó a menear su mano tratando de obtener un poco de aire y mitigar la sensación térmica del lugar.
Comenzó a caminar en dirección a la gran carpa inicial del circo, donde veía como muchas personas entraban y salían.
La última vez que Alexandra piso un circo fue a los 8 años cuando su madre había salido de una cita médica donde le habían detectado cáncer, aquel día decidió aprovechar cada momento con ella porque luego de ese día lo único que recuerda es entrada y salidas del hospital.
El ambiente festivo del circo la llenaba de nostalgia, el olor a las palomitas de maíz y a las manzanas caramelizadas hacían que su niña interior brincara de felicidad.
—¡Hey, niña bonita! —Una voz chillona la sacó de sus pensamientos.
Alexandra giró la cabeza y vio a una chica de unos veinte años, piel clara, labios pintados de rojo intenso y un vestido con lentejuelas plateadas que brillaban bajo el sol.
Ella agitaba el brazo en alto, llamando su atención con una sonrisa que parecía más un desafío que una bienvenida.
Con cierto recelo, Alexandra se acercó. Cuando estuvieron frente a frente, se obligó a mantener la cortesía.
—Hola —saludó con una ligera inclinación de cabeza.La sonrisa de la chica desapareció en un segundo. Su mirada se volvió fría, calculadora.
—¿Quién eres tú? —preguntó con rudeza, cruzando los brazos bajo su pecho.—Soy Alexandra Montclair. ¿Y tú cómo te llamas?
La otra asintió con un gesto breve, casi despectivo, y la escaneó de pies a cabeza como si intentara descifrar qué hacía allí.
—Vi que saliste de la caravana de Gabriel. ¿Qué eres de él? —replicó, ignorando la pregunta.Alexandra se tensó. No esperaba que la conversación tomara ese rumbo tan rápido.
—Soy su esposa —respondió con firmeza, aunque por dentro un cosquilleo de duda le recorrió el estómago.La chica arqueó una ceja, como si acabara de escuchar la mentira más absurda del mundo.
—¿Su esposa? —repitió, arrastrando las palabras con una mueca irónica.Antes de que Alexandra pudiera defenderse, una mujer de piel morena y trenzas largas apareció a su lado. Tenía una figura fuerte, imponente, y un aire de autoridad que no pasaba desapercibido.
—Seguramente es otra de las amiguitas de Gabriel —comentó con sorna, sin siquiera mirar directamente a Alexandra.Las dos chicas soltaron una risita maliciosa, compartiendo una complicidad evidente.
Alexandra arqueó una ceja y apretó los dientes. En su interior maldijo a Gabriel. ¿Con qué clase de hombre se había casado? Porque ya iban tres personas que lo describían de la misma manera: un mujeriego empedernido.
—Pues parece que tu “amiguito” tiene bastante fama aquí —soltó la chica de lentejuelas, casi disfrutando de la incomodidad ajena.
—¿Fama? —Alexandra la miró fijamente, con un dejo de sarcasmo. —Más bien parece que tienen un club de admiradoras.Las dos mujeres se quedaron en silencio por un instante, sorprendidas de la rapidez con la que Alexandra les había contestado. Luego la morena sonrió con burla.
—Valiente, ¿eh? Me gusta. Aunque… no durará mucho si sigue con Gabriel.— Soy Makarena Williams. —La mujer morena, con trenzas y ojos profundos, me tiende su mano con una sonrisa que no llega a sus ojos.
— Y ella es Lorel Smith. —Señala a la otra mujer, de porte elegante y mirada fría, que me observa como si fuese un bicho raro recién llegado al circo.
— Y te recomiendo que entre más rápido salgas de esta relación, mejor. —Su tono es seco, casi como si me estuviera dando una orden.
Alexandra aprieta los labios, sintiendo cómo la sangre le hierve. Ella jamás había estado de acuerdo con este matrimonio, pero eso no significaba que iba a permitir que dos desconocidas la trataran como una ingenua o, peor aún, como una cornuda.
— Dame una razón. —responde, cruzándose de brazos con firmeza, clavando sus ojos en Lorel.Un silencio incómodo se instala por unos segundos. Se escuchan a lo lejos las risas de los niños corriendo entre las carpas, el sonido metálico de una cadena y el mugido de un animal. Entonces, Lorel avanza un paso, demasiado cerca para resultar amable.
— Porque tu esposo no ha desaprovechado ni una sola oportunidad cuando le coquetean. —Su voz es dura, cortante, casi un veneno que gotea lentamente.
— Eso no es verdad. —replica Alexandra con un hilo de voz, aunque por dentro algo en su pecho se sacude, como si esa acusación hubiera tocado fibras demasiado sensibles.Makarena se cruza de brazos y suelta una risa breve, cargada de ironía.
— Créelo o no, eso ya no es asunto mío. Solo recuerda que en este circo todos ven, todos hablan... y lo que se oculta, siempre termina saliendo a la luz.Lorel ladea la cabeza, observándola con cierto aire de superioridad.
— Pregúntate algo, Alexandra... ¿qué es peor? ¿Un hombre que engaña a escondidas o un hombre que ni siquiera se molesta en ocultarlo?El silencio posterior le pesa como una losa. Alexandra siente un ardor en los ojos, pero se obliga a no parpadear. No les dará el gusto de verla quebrarse.
— Puede que tengan razón o puede que no. —dice con voz más firme de lo que esperaba—. Pero sea como sea, mi vida y mi relación no son asunto de ustedes.
Makarena sonríe con cierta compasión, pero Lorel mantiene esa expresión fría, cortante, como una cuchilla.
— Entonces prepárate, princesa. —murmura Lorel antes de girarse con indiferencia—. Porque aquí nadie sobrevive sin cicatrices.
Makarena y Lorel se alejaron de Alexandra, dejándola con más dudas que respuestas. Las palabras seguían resonando en su cabeza como un eco imposible de silenciar. Ella respiró hondo, tratando de calmar la punzada de enojo y desconfianza que había quedado en su pecho.
Giró sobre su propio eje y sus ojos se posaron en la gran carpa del circo.
La tela roja y dorada ondeaba suavemente con la brisa, imponente y casi intimidante.
El bullicio en su interior parecía un mundo aparte: risas, voces agitadas, el golpeteo de martillos ajustando estructuras, y el eco lejano de un ensayo musical.
Alexandra apretó los labios y dio un paso hacia la entrada.
No muy lejos, Alexandra logró distinguir a su esposo.
Su corazón dio un brinco y, al mismo tiempo, un extraño escalofrío recorrió su espalda. El hombre que estaba frente a ella no se parecía en nada al que había visto unas horas atrás.
La mandíbula de Alexandra casi se desplomó al suelo al observarlo.
Su melena descuidada había desaparecido, sustituida por un corte de cabello pulcro que enmarcaba su rostro con precisión.
La barba de candado, que tanto lo hacía parecer mayor y rudo, también había sido rasurada, revelando un aspecto juvenil, casi elegante, que la dejó atónita.
Lucía un traje de presentador con cola roja, bordado en dorado, tan llamativo que parecía brillar bajo la iluminación tenue de la gran carpa.
Un aire de autoridad y carisma emanaba de él, como si de pronto se hubiera transformado en alguien completamente distinto.
Alexandra apenas pudo pestañear cuando lo vio colocar un pie en el estribo de un imponente caballo blanco, que piafaba con nerviosismo, listo para la función.
Gabriel giró la cabeza en ese instante, como si hubiese sentido su mirada clavada en él. Sus ojos se encontraron y, por un segundo eterno, el bullicio del circo pareció desvanecerse.
El le sonrió, pero de forma diferente, lucia amable y más afable de lo normal. Le dijo algo aun hombre a su lado y troto en su dirección junto con el caballo.
— ¿Qué haces aquí? Pensé que te quedaras encerrada por siempre.
— Tu caravana huele horrible y no pude soportarlo más.
— Bueno… ahora eres mi mujer ¿Por qué no te encargas de eso?
Alexandra enarca una ceja y se cruza de brazos.
— Por si no te has dado cuenta estamos en el siglo veintiuno, y el papel de las mujeres es mucho más importante que limpiar pocilgas. Si lo que querías era una ama de llaves pudiste contratar a alguien para que limpiara todo.
— ¿Siglo veintiuno? — él soltó una risa que resonó en la carpa, atrayendo la mirada de algunos de los que estaban cerca —. Aquí dentro, querida, el tiempo no corre igual. Este es mi reino… y en mi reino, las cosas se hacen a mi manera.







