IV Un nuevo trato

La caravana real llegó a la aldea Frilsia cuando los primeros rayos del sol besaron con su calidez los campos de trigo. Luego de dejar a Lis bien vigilada en el lugar, el rey y una comitiva partieron al bosque de las sombras. Cerca de Frilsia el bosque oscuro parecía haber caído en un pacífico sueño de silencio, que hasta menos sombrío lo hacía ver y no era peligroso entrar a él. Podría pensarse que era un bosque como cualquier otro, salvo por el secreto que guardaba en sus entrañas.

—Parece intacta, majestad —comprobó uno de los soldados.

La cerca de madera seguía allí después de veinte años, toda cubierta de plantas trepadoras. Nadie había entrado y nadie había salido. Entre cuatro soldados la quitaron y se aventuraron a la oscuridad de la cueva espada en mano. Eran espadas de madera. Sus pisadas se oyeron como si fueran elefantes, aun a lo lejos. En el lento mundo de silencio de la bestia allí cautiva, cualquier sonido que no fuera el de las alimañas rastreras o los de su propio cuerpo se oía como un estruendo.

—¡Desz! ¡¿Dónde estás?! —llamó el rey por entre los recovecos de la caverna.

El sofocante y caluroso ambiente hacía difícil respirar y el pecho le ardía. Con lo poco que llevaba dentro ya deseaba salir corriendo, mientras buscaba a alguien que había estado allí por veinte años.

—¡Majestad, allí!

Una silueta se agazapaba en un rincón, era apenas una sombra intentando fundirse con la roca. Soltó un rugido gutural mientras se cubría los ojos de la ardiente luz de las antorchas, que profanaban con furia su eterna oscuridad. A la luz de más antorchas su rugido se volvió desesperado. Una bestia acorralada que no hacía más que rugir contra sus atacantes, eso era ahora el una vez digno rey de los Tarkuts.

Le apartaron las manos de los ojos y se las ataron tras la espalda. No pudo ofrecer mucha resistencia con la piel tan pegada a los huesos, carentes de la portentosa musculatura de antaño. Un saco de tela le cubrió la cabeza, sofocándolo con el vegetal aroma de la muerte, que tan bien conocía, que tan eficientemente le quitaba su inmortalidad. Luego sólo hubo silencio.

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El agua fría que lo despertó al caerle de repente sobre el rostro lo sobresaltó y temió estar ahogándose. No halló la negrura de la caverna al abrir los ojos y volvió a rugir de dolor, agazapándose en la tenue oscuridad que encontró en un rincón, rodeado de un resplandor insoportable. El suelo bajo su cuerpo era liso, igual el muro a su espalda.

Una manta le cayó encima y la aferró, protegiéndose bajo su abrigo. La luz había llegado acompañada de un frío que le calaba los roídos huesos bajo la piel enmohecida y hasta putrefacta. La bestia seguía viva dentro de un cuerpo que poco se diferenciaba del de un muerto. Y el muerto se había acabado por acostumbrar a su tumba. Extrañaba la tibieza y humedad de su matriz cavernosa y su lecho rocoso. Se sentía perdido.

Camsuq veía con insana curiosidad el ocaso al que lo había arrastrado. Desz ya no era ni la sombra de la magnífica criatura a la que tantos hombres habían temido y cuyas historias de ferocidad se convirtieron en leyendas. La dignidad, altivez y belleza de la bestia no eran diferentes a las que podrían encontrarse en un mendigo de una aldea cualquiera. Camsuq tenía en frente los despojos de un rey, lo poco que se negaba a morir aún.

—Has venido muy pronto... —gruñó el Tarkut, con la voz gutural y deforme de un animal que de pronto hubiera adquirido la capacidad de poder hablar, pero no controlara el volumen ni la entonación—. ¡Nunca voy a llamarte amo!

Camsuq llegó hasta su lado.

—Me alegro de que todavía puedas hablar, pero no estoy aquí para eso. —Suavemente jaló de la manta y buscó aquellos ojos grises que lo cautivaban hasta el punto de no poder matarlo. Habían cambiado de color, ahora eran casi blancos—. ¿Puedes verme?

La bestia negó.

Los pasos del hombre se alejaron hasta extinguirse en los oídos de Desz. Volvió un tiempo después y le acercó un paño al rostro. Desz se quejó y le aferró la muñeca con desconfianza. Esta vez la tela era suave y no olía a muerte sino a hierbas medicinales. Le permitió vendarle los ojos y el alivio fue inmediato al apaciguarse el punzante ardor que los laceraba. Soltó un suspiro apoyando la cabeza en el muro.

—He sido muy malvado con mi bella mascota, pero eso cambiará —aseguró Camsuq, acariciando el rostro de Desz.

La suavidad había dado paso a una piel curtida y agrietada; vieja. La humedad de su cárcel había permitido la proliferación de hongos, que se alimentaban de lo poco que quedaba de su carne inmortal, creciendo sobre él como lo hacían sobre las rocas. Habían crecido mientras él dormía su largo sueño de olvido y abandono. Desz ya no tenía el juvenil y hermoso rostro que recordaba, pero seguía siendo eterno aunque no fuera más que un saco de huesos putrefacto.

—Te devolveré la libertad, por eso estás aquí, en tu palacio.

La bestia se estremeció. Ningún aroma o sonido, por muy debilitados que estuvieran sus sentidos, le resultaba familiar. Su añorado hogar había cambiado tanto como él.

—Eras una bestia, Desz, por eso hice lo que hice. Debía asegurar el bienestar de los míos y mantenerlos a salvo de los tuyos. No tienes que volver a esa cueva inmunda, podemos llegar a un acuerdo. Sólo debes trabajar para mí, ser mi mano derecha y tendrás libertad aquí en tu reino.

—Mi reino ya no existe... —Poco a poco su voz dejaba de ser salvaje y se parecía más a la humana—. Tú lo destruiste, tú me lo quitaste todo. No haré tratos contigo porque tu palabra vale menos que el excremento... ¡Lo único que quiero es asesinarte! —Su rugido hizo estremecer la habitación.

De los viejos muros, invadidos por plantas trepadoras, cayeron algunas que otras hojas medio secas.

—Lo sé, pero también sé que no puedes hacerlo porque soy tu amo. —Con un cuchillo que sacó de su cinto se hizo un pequeño corte en el dedo.

El dolor punzante de la herida también fue sentido por Desz, que sobó el suyo m4ldiciendo que su unión siguiera siendo tan intensa. La serpiente escarlata que había entrado a su cuerpo y clavado los colmillos en su corazón seguía viva y los unía como si fuesen uno.

Gotas de sangre cayeron en el que una vez fuera un reluciente piso, llegando su cristalino salpicar a oídos de Desz. El penetrante aroma le hizo hervir el estómago, amenazando con enloquecerlo.

—Han sido veinte años desde que no pruebas la sangre humana. Vamos, bebe un poco.

—¡No!... ¡Aléjate!

El húmedo dedo le rozó los agrietados labios y algunos de sus dientes. Escupió la poca sangre que logró entrar en su boca.

—¡Qué malagradecido! —exclamó Camsuq, limpiándose el dedo con un pañuelo—. En fin, vine porque hace veinte años tú y tus guerreros hicieron un pésimo trabajo y los Dumas han vuelto.

Desz comenzó a reír, extrañado del sonido de su propia risa.

—¡Eso es porque nos destruiste antes de terminar!... Tu ambición desmedida te sentenció y ahora verás a tu gente ser exterminada por los Dumas, tal como yo vi a los míos morir por tu mano. Dicen que la justicia tarda, pero llega.

—¡No lo entiendes! —gritó con ofuscación, sacudiéndolo—. ¡Los Dumas acabarán con todo! ¡Toda la vida sobre la faz de la tierra será exterminada, incluso la tuya!

—He estado muerto por veinte años, ¿cuál es la diferencia?

Camsuq lo abofeteó.

—¡¿Crees que será tan simple?! ¿Crees que tu muerte será rápida? Me encargaré de que estos veinte años de cautiverio parezcan una broma comparado con el tormento que te causaré. Sé perfectamente cómo lastimarte, Desz, sé cómo herirte hasta hacerte suplicar nunca haber existido.

—Hazlo —dijo, sin duda ni miedo con cabida en su fría voz.

—Se sensato, Desz. Podrías dejar atrás el sufrimiento y comenzar de nuevo. Ya no tienes que seguir padeciendo en la oscuridad, puedes volver a la luz. La necesitas, todos los Tarkuts la necesitan. Pronto tus ojos sanarán y volverás a contemplar el amanecer. ¿No lo extrañas? Si confías en mí, podrás volver a ser la magnífica criatura que eras.

Desz suspiró con cansancio.

—Demuéstrame que puedo volver a confiar en ti, Camsuq. ¿Puedes hacer eso?

—Yo... Te daré algo valioso a cambio. Te diré el nombre de quien te traicionó.

—Eso ya no me importa, ya todos están muertos. Quiero algo más, algo que ames con locura y que sea más importante que tu propia vida.

El rey pareció horrorizado.

—¿Quieres una prueba de fe y que te entregue mi corazón? ¡¿La razón por la que vivo?! —gritó consternado y al borde del llanto.

Desz asintió.

—¿Y si lo hago? ¡¿Acabarás con los Dumas?!

La bestia volvió a asentir. Camsuq meditó un momento, en silencio. No era una decisión fácil de tomar.

—Entonces lo haré, aunque pierda la mitad de mi alma. Lo que más amo en el mundo es mi hija Lis, y te la entregaré a cambio de que destruyas a los Dumas.

Desz volvió a reír, mucho más fuerte que antes.

—¿En serio lo harás?

—Con el dolor de mi corazón me sacrificaré para salvar a la humanidad. —Sus firmes pasos comenzaron a alejarse.

—¡La destrozaré, Camsuq! ¡Si traes a tu hija la destrozaré con mis propias manos! ¡Le arrancaré la cabeza como hiciste con los míos y no dejaré de ella ni siquiera los huesos!

Los pasos de Camsuq terminaron por extinguirse y en ningún momento perdieron su firmeza. 

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