Lorenzo Velardi
El agua caía por mi espalda con la fuerza de una catarata, como si quisiera arrancar de la piel el resto de fiebre que aún palpitaba bajo los músculos. Endurecía, resbalaba, se enfriaba... pero no se llevaba nada. El deseo seguía en mí, pegado a la carne, atrapado en la memoria de mi propio gemido. Isabella… maldita Isabella.
Cerré los ojos, intentando concentrarme en el sonido del agua. Pero bastaba con la cortina de vapor para que todo se proyectara ante mí con una nitidez cruel: aquel suspiro que escapó de mis labios, el primero desde que aprendí, a duras penas, a cerrar todas las puertas al placer. Quise creer que era solo una descarga fisiológica, un alivio rápido.
Mentira.
Fue una desesperación lenta, ardiente y con un rostro: el suyo, con esos ojos enormes que me acusan sin decir palabra.
Cuando por fin giré la llave y el silencio devoró el box, me di cuenta de cuánto aún temblaba. No de frío, sino de resistencia. Envolví la toalla a la cintura y miré el espejo