Lorenzo Velardi
El suave clic de la puerta cerrándose detrás de Isabella y Aurora podría haber pasado desapercibido para cualquiera. Pero no para mí. Para mí, sonó como un estruendo ahogado, como una sentencia final. Me quedé, inmóvil, como si el simple roce de la madera contra el marco tuviera el poder de paralizarme por completo. El silencio que siguió fue ensordecedor, cargado de todo lo que yo quería ignorar.
Mis manos estaban sobre el escritorio, rígidas. En la palma aún quedaba el calor del abrazo de mi hija. Y el aire… el aire todavía tenía ese olor dulce de infancia, mezclado con el perfume leve, indefinible, de Isabella.
Alguna fragancia floral, suave, que se quedaba adherida a los rincones de la sala como un recuerdo que se niega a marcharse.
Ella estuvo aquí. Y eso era un problema. Solté un suspiro pesado y me recosté en la butaca de cuero. El tapizado crujió bajo mi peso, pero era dentro de mí donde el peso era mayor. Una presión constante en el pecho. Como si algo estuvi