La mansión de los Vellardi reposaba bajo la penumbra de la noche, pero en su interior ardía un infierno silencioso. Lorenzo permanecía inmóvil frente a la chimenea, mientras el fuego chispeaba en tímidas llamaradas, incapaz de rivalizar con lo que ardía dentro de él. El pecho se alzaba con dificultad, las manos estaban cerradas en puños. La camisa, entreabierta, delataba la piel caliente, húmeda, marcada por los rastros del recuerdo más maldito… y más deseado de todos.
Isabella.
La imagen de ella, apoyada contra la pared de aquel pasillo, seguía viva en su mente. Los ojos verdes, abiertos en asombro; los labios entreabiertos; el pecho agitado.
Su cuerpo, simplemente, reaccionó. Los pantalones estaban demasiado apretados. Su sexo estaba rijo, dolorido, pulsaba en agonía. No había sido saciado, había provocado. Ella no lo tocó, pero su mirada... esa maldita mirada hizo más que mil manos.
Odiaba eso. Odiaba el hecho de que ella tenía solamente diecinueve años. Odiaba aún más el hecho de