El atardecer teñía la mansión Vellardi de dorado, derramando una luz tibia sobre los pasillos silenciosos. Las ventanas reflejaban tonos de cobre, y las sombras danzaban por las paredes como susurros olvidados.
Isabella cerró con cuidado la puerta del cuarto de Aurora, sintiendo el corazón liviano al mirar, una última vez, a la niña dormida. Dormía abrazada a su nueva muñeca, Lila, y a la inseparable Cacau. La historia de la noche, leída con voz baja y ritmo cadencioso, había cumplido su papel como un hechizo suave.
Con los brazos cruzados, Isabella empezó a caminar por el pasillo. Sus pies descalzos tocaron el suelo de madera con delicadeza, y el silencio a su alrededor parecía envolverla con calma. Hasta que oyó pasos. Firmes, decididos, precisos.
Su cuerpo se tensó. Conocía ese sonido. El compás exacto, el peso en cada pisada. Lorenzo.
El aire pareció volverse más denso, como si cada partícula cargara electricidad. Aceleró el paso, pero no tanto como para parecer que huía. No querí