El silencio en el despacho no era común; era espeso, casi tangible, cargado de algo que flotaba en el aire como un soplo caliente de tensión no resuelta. La puerta se había cerrado con firmeza detrás de Isabella, pero Lorenzo seguía allí, apoyado contra la pared, como si el suelo mismo le impidiera moverse.
El corazón le golpeaba el pecho como un tambor desbocado. Sus ojos seguían fijos en el espacio donde ella había estado. Isabella, la niñera. La insubordinada. La mujer que lo desafiaba sin miedo. Aquella que, con una sola mirada, hacía hervir la sangre en sus venas.
Pasó una mano por su cabello desordenado, los dedos temblorosos de rabia, pero no de ella. Era rabia de sí mismo, de haber perdido el control. De haber permitido que su presencia lo golpeara con tanta fuerza.
El recuerdo era vívido: el vestido azul delineando su cuerpo, el brazo vendado en una vulnerabilidad que solo lo hacía más atento. La mirada de ella al hablar de Aurora. Tan firme, tan llena de verdad. El valor con