La puerta del despacho se cerró con un golpe seco detrás de Isabella. Entró primero, con pasos firmes, el mentón erguido, el vestido azul claro balanceándose suavemente alrededor de sus piernas. El brazo derecho vendado descansaba junto a su cuerpo, pero ni siquiera eso disminuía su presencia. Al contrario, había algo indomable en su postura. Algo que Lorenzo sintió como un puñetazo en el estómago apenas cruzó la puerta detrás de ella, la mandíbula tensa, los ojos ardiendo.
—¿Has perdido completamente la cabeza? —disparó él, con la voz cortando el aire como una cuchilla.
Cerró la puerta con fuerza y avanzó algunos pasos, el rostro marcado por la tensión. El pelo aún húmedo de la ducha matutina estaba despeinado, la camisa blanca con los primeros botones abiertos dejaba ver parte del pecho firme. Las mangas arremangadas hasta los codos le daban un aire de descuido que contrastaba brutalmente con la furia evidente en cada centímetro de su cuerpo.
Isabella se volvió lentamente, sin bajar