Tres meses.
Noventa días.
2.160 horas.
129.600 minutos.
7.776.000 segundos.
Pero en ese tiempo que parecía ínfimo en el calendario, el mundo dentro de la mansión Vellardi se había transformado por completo.
Aurora ahora sonreía.
Sus sonrisas, antes tan raras como flores en invierno, aparecían con una frecuencia que hacía a Marta, la ama de llaves, suspirar frente al fogón con los ojos humedecidos, y a Antonella ocultar las lágrimas detrás de las lentes de sus gafas de lectura cada vez que veía a su nieta correr libre por los pasillos, con la muñeca Cacau entre los brazos.
Había una nueva melodía resonando en la casa. No era música. Era risa. Era esperanza. Era el sonido de los pasos diminutos de Aurora por las mañanas, de los cuentos susurrados al caer la tarde, del agua salpicando cuando corría por el jardín recién regado. El aroma a bizcocho de naranja en los domingos soleados. Y un susurro delicado que nacía de la convivencia con Isabella:
Esperanza.
Era el sonido de la vida regres