El coche se detuvo con suavidad, pero para Lorenzo el sonido apagado del motor resonó como un trueno dentro del pecho. Por un instante, permaneció inmóvil en el asiento trasero, mirando a través del vidrio el portón de hierro frente a él, un umbral silencioso entre el presente y todo aquello que intentaba dejar atrás.

Entonces abrió la puerta despacio; el sonido del metal cediendo fue como un chasquido contenido. Bajó del coche en silencio, y el gesto de cerrar la puerta fue casi un ritual, lento, cuidadoso, como si temiera que un ruido más fuerte rompiera la solemnidad de aquel instante.

James, el chófer, permaneció en el asiento delantero, con su postura impecable y las manos firmes sobre el volante. Sus ojos, reflejados en el espejo retrovisor, siguieron discret