Lorenzo Velardi
El sonido de la puerta del ascensor cerrándose a mis espaldas resonó como una advertencia ahogada. Molesto, aflojé la corbata mientras cruzaba el pasillo de la empresa, ignorando cualquier mirada que se cruzara en mi camino. La mandíbula me dolía de tanto apretarla.
¿Cómo se atrevió?
Le dije que no saliera. Di una orden clara, directa. Y aun así, me desobedeció. Salió con mi hija, sin seguridad, sin chofer, como si no existieran consecuencias.
Apreté la llave del coche con tanta fuerza que la punta metálica cortó la piel de mi palma. No me importó. Entré en el vehículo y cerré la puerta de un golpe. El motor rugió en cuanto giré la llave. Mis dedos tamborileaban sobre el volante, los ojos fijos en el retrovisor, como si intentara controlar el fuego que ardía por dentro.
Conducía como si el mundo estuviera en silencio, pero dentro de mí todo gritaba.
Isabella.
Desafió mi autoridad. Eso, por sí solo, ya era imperdonable. Pero lo que de verdad me corroía era la imagen que