El sonido constante de un monitor cardíaco marcaba el ritmo de la habitación. Cada pitido parecía recordarle a Noah que había estado a segundos de perderla.
Denisse yacía en la cama, inmóvil, con el brazo conectado a un suero. Su rostro, pálido y sereno, contrastaba con la tormenta que él llevaba dentro. Nunca se había sentido tan impotente. Ni en los negocios, ni en los tribunales, ni siquiera cuando había perdido a su hermano.
Aún podía sentir el peso de sus dedos entre los suyos, la tensión de aquel momento en el que su vida pendía de la nada. Había logrado sujetarla a tiempo, arrastrándola hacia el interior del balcón mientras el resto del suelo se derrumbaba detrás de ellos. Recordaba su grito, su respiración agitada, el miedo que lo había paralizado.
Ahora, sentado junto a su cama, no podía apartar la vista de ella. Cada vez que cerraba los ojos, veía el vacío bajo sus pies y el reflejo del pánico en los suyos.
—No debiste arriesgarte así —murmuró, aunque sabía que no podía escu