El teléfono satelital inerte sobre la mesa se convirtió en el centro de un universo que se desmoronaba. Aurora se quedó mirándolo un segundo más, como si esperara que el aparato pudiera escupir más respuestas, más tiempo, más vida. Pero la pantalla permaneció oscura.
—Marco —dijo ella, su voz afilada por la necesidad—. Va a llegar. Dijo que estaba saliendo de la ciudad. Pero la nieve...
—La nieve lo va a retrasar —completó Marco, guardando la radio táctica y sacando su arma para comprobar el cargador, un gesto reflejo ante la incertidumbre—. Y si está perdiendo sangre, el frío es su peor enemigo. La hipotermia llega rápido.
—No va a morir de frío —sentenció Aurora, rechazando la posibilidad con una furia que le quemaba la garganta—. No después de sobrevivir al fuego.
Se giró y corrió hacia la cocina. El pánico intentaba paralizarle las manos, pero ella lo transformó en actividad frenética. No había hospital. No había ambulancia que pudiera subir esa montaña en medio de la tormenta. El