El silencio que siguió a las palabras de Marco no fue simplemente la ausencia de ruido, fue la sustracción del aire.
Aurora sintió que la cabaña se encogía, que las paredes de madera se cerraban sobre ella como las tapas de un ataúd. La radio táctica seguía emitiendo un zumbido estático, un siseo vacío que era la única respuesta a la pregunta que le gritaba en la cabeza.
—Inténtalo otra vez —ordenó Aurora, su voz sonando extraña, como si viniera de debajo del agua.
Marco negó con la cabeza, con la vista clavada en el aparato.
—No puedo transmitir, señora. Si él está escondido, si está... evadiendo... una transmisión mía podría delatar su posición. Solo podemos escuchar.
—¡Pero no se oye nada!
—Exacto.
Marco se pasó una mano por la cara, un gesto de agotamiento que nunca se permitía. Se levantó y caminó hacia la ventana, mirando hacia la nada blanca de la tormenta. Aurora se quedó sentada en el sofá, con el anillo de sello clavándose en su palma, tanto que seguramente le dejaría una m