Aurora se quedó inmóvil en el umbral, con el corazón golpeándole el pecho al ver la pequeña silueta sentada en el borde de su cama. La lámpara del velador apenas dibujaba un halo cálido que envolvía a Matteo, como si su fragilidad necesitara resguardarse en la penumbra.
—¿Matteo? —repitió, esta vez más suave, temiendo que un suspiro brusco pudiera espantarlo.
El niño levantó la vista apenas. Sus manos jugaban entre sí, los dedos enredándose como si buscaran un refugio propio. No había lágrimas, pero sus ojos oscuros tenían esa opacidad de quien carga con un miedo que prefiere callar.
Aurora caminó despacio hasta él y se sentó a su lado. El colchón crujió levemente bajo su peso.
—¿Qué haces aquí, cariño? —preguntó, inclinándose para alcanzarle el rostro con una caricia.
Matteo encogió los hombros, sin palabras. Solo bajó la mirada a sus manos inquietas, como si cada dedo supiera un secreto que él no podía confesar.
Aurora decidió no presionarlo.
—¿Tuviste una pesadilla? —su voz