El avión aterrizó con suavidad, pero el corazón de Marcus no.
Mientras el tren de aterrizaje rozaba el asfalto húmedo de Nueva York, sintió como si cada centímetro de esa pista lo empujara de vuelta a la realidad que había intentado dejar atrás.
El Caribe había sido un paréntesis, un espejismo cálido entre la tormenta. Ahora, el aire era más gris, el cielo más bajo, y el peso en su pecho más real.
Laila seguía a su lado, pálida pero serena.
Durante los últimos dos días, Marcus había estado pendiente de ella en cada detalle: la veía despertar con náuseas, sostenerse apenas en pie, pedir disculpas por sentirse débil. Había intentado convencerla de quedarse en la cama, pero ella insistía en cuidar de Melissa, aunque el simple acto de agacharse para atarle los zapatos la dejara sin aliento.
Él la observaba en silencio, entre la ternura y el miedo. Había algo profundamente frágil en ella esos días, como si todo su cuerpo estuviera enviando señales que él no sabía interpretar.
Cuando el