El cielo de la tarde parecía pintado con lápices de colores gastados. En el penthouse, la luz entraba blanda y dibujaba sombras de líneas suaves sobre la mesa del comedor, que esa noche no era mesa: era taller de artes, aula improvisada, escenario de una gesta escolar. Melissa, con el cabello agarrado en una coleta que nunca estaba del todo quieta, cortaba cartulinas verdes en forma de hojas. A un lado, Laila pegaba con cola blanca unas ranitas recortadas que tenían sonrisas de tinta. Marcus sostenía una regla y fingía que aquel proyecto requería el mismo rigor que una fusión multimillonaria.
—Esto —dijo midiendo— debería ir alineado con el eje de simetría del…
—Del pantano —lo interrumpió Laila, divertida—. ¿Qué clase de pantano conoces que tiene eje de simetría?
—Los míos —respondió Marcus, y se arrepintió al ver la mirada cómplice de ambas. Melissa estalló en una risa que arrugó la cartulina sin querer, y Laila alcanzó a tiempo el borde para que no cayera pegamento sobre el dragón