El martes amaneció nítido, con un sol tímido que se deslizaba por los ventanales del penthouse como si no quisiera molestar. Marcus estaba de pie antes de las seis, en mangas de camisa, revisando una presentación que necesitaba cerrar a media mañana. El café humeaba al lado del teclado, olvidado. Melissa, en pijama, inventaba canciones con las sílabas que le gustaban de una palabra nueva: “hipopótamo”. Laila llegó a las siete en punto con el mismo saludo que ya se había vuelto hábito: “buenos días” que no sonaba a fórmula sino a entrada en casa.
El desayuno fue breve y alegre. Melissa quiso llevar al jardín un dibujo de tres ranas “que cantan sin permiso”. Marcus le ató las agujetas y Laila le recogió el cabello en una coleta torcida que a la niña le hizo reír. Él miró el reloj. Tenía una junta a las nueve con dos fondos, otra a las once con legal, y un almuerzo que Evelyn se empeñaba en llamar “clave” aunque a él le pareciera un atraco con mantel. William había anunciado que pasaría