Capítulo 17 – La noche que respira
La oscuridad no cayó: se derramó.
Primero fue el silencio —espeso, absoluto—, luego el murmullo de las velas apagándose una por una, como si algo las soplara desde adentro. El aire en la parroquia se volvió denso, casi sólido, y cada respiración parecía un esfuerzo contra una fuerza invisible.
Clara sostuvo a Isla entre sus brazos, pero la niña ya no era un cuerpo: era un temblor. Su piel ardía, las venas se marcaban en un tono oscuro bajo la superficie, y su boca repetía sin voz palabras imposibles de entender.
—¡Padre Esteban! —gritó Alexander, buscando en la penumbra—. ¡Haga algo!
Pero el sacerdote no respondió. Estaba inmóvil frente al altar, con los ojos fijos en el crucifijo. El metal de la cruz había comenzado a ennegrecerse, y una grieta, fina como una herida, descendía desde el rostro de Cristo hasta el suelo.
—No es ella quien habla —susurró Brígida—. Es él… el que no terminó de morir.
Un estruendo sacudió los vitrales. La luz del amanecer