El eco en la piel
El pueblo estaba en silencio cuando llegaron. La niebla del amanecer cubría las calles como un sudario, y los pocos habitantes que madrugaban se detuvieron a observarlos con recelo. Clara, con Isla en brazos, parecía una madre rota que cargaba a una hija enferma; Alexander sostenía su peso como podía, con el cuerpo rígido de dolor, y Brígida, cubierta de polvo y lágrimas secas, caminaba detrás con pasos inseguros.
Nadie preguntó nada. Era como si el pueblo hubiera sentido la onda invisible de lo que había ocurrido en el internado, como si la oscuridad liberada hubiese arañado también sus muros. El aire pesaba. Las campanas no repicaban. Y los rostros que se asomaban entre ventanas y puertas no transmitían compasión, sino miedo.
El refugio
La parroquia era el único lugar que los acogió. El padre Esteban, alto y envejecido por años de penitencia, los miró entrar con ojos llenos de preocupación. Encendió velas a pesar de que ya amanecía. El humo del incienso cubría el a