Las cicatrices del amanecer
El aire del amanecer estaba frío y húmedo. Los primeros rayos de luz no traían consuelo, sino un recordatorio del caos que habían dejado atrás. Cada columna derrumbada, cada escombro, parecía susurrar los horrores que habían vivido. Clara caminaba con Isla en brazos, apoyándose en Alexander y Brígida. Cada paso era un esfuerzo; cada respiración recordaba el polvo, el humo y las sombras que aún ardían en sus mentes.
Isla permanecía callada, los ojos grandes y vacíos, como si aún estuviera atrapada entre la luz y la oscuridad. Cada vez que Clara la miraba, sentía un nudo en la garganta. Sabía que la niña había cambiado para siempre. Sus manos eran más frágiles, sus gestos más medidos, como si cada movimiento le costara un mundo de energía.
—Clara… —susurró Alexander—. ¿Crees que… él volverá?
Clara negó con la cabeza, aunque su corazón le decía que esa promesa oscura seguía viva.
—No lo sé —respondió—. Pero si lo hace… estaremos listos.
Brígida caminaba detrá