El silencio posterior al susurro de Isla fue tan insoportable que Clara sintió que la sangre en sus venas se había detenido. Brígida, temblando, se aferró a su brazo, mientras Alexander intentaba hacer funcionar la linterna sin éxito. Méndez, en cambio, permanecía inmóvil, con la mirada perdida en la oscuridad, como si aquel murmullo infantil lo hubiese atravesado por dentro y hubiera dejado en él una rendija por donde se colaba la culpa.
De repente, las luces del pasillo parpadearon con violencia, bañando el lugar en una claridad intermitente que parecía arrancar destellos de otra realidad. Entre esos destellos vieron a Isla en el descanso de las escaleras, con la rosa negra en la mano. Su vestido estaba rasgado; la piel, casi translúcida. Lo más aterrador eran sus ojos: dos pozos sin fondo, como si algo —o alguien— los hubiese vaciado hasta dejar solo la forma.
—Isla… —Clara avanzó un paso, la voz rota—. No te dejes atrapar.
La niña ladeó la cabeza, y una mueca que pudo ser sonrisa