El apagón dejó un vacío tan absoluto que parecía tragarse los latidos de todos los presentes. Ni un suspiro, ni un crujido del edificio. Solo un silencio denso, casi vivo, que apretaba los pechos y obligaba a contener la respiración. Era como si los muros hubiesen absorbido toda vibración, toda chispa de vida, hasta convertir el aire en una tumba de piedra.
Clara tanteó a ciegas buscando la mano de Isla, pero solo halló aire frío. Un escalofrío recorrió su espina dorsal: Isla ya no estaba allí.
—¿Isla? —susurró, pero su voz se quebró como un cristal y el eco se perdió demasiado rápido, como si alguien lo hubiera devorado.
De pronto, una chispa azulada iluminó la oscuridad. Alexander había encendido una linterna pequeña, rescatada de su bolsillo roto. El haz de luz era débil, tembloroso, pero suficiente para revelar los rostros tensos de Brígida y Méndez. Sus miradas eran espejos de miedo, reflejando la misma pregunta que todos callaban: ¿dónde está Isla?
Elías, en cambio, había desapa