Los rayos del sol comenzaban a teñir de oro pálido las paredes de piedra de la habitación. Afuera, el silencio del monasterio era interrumpido apenas por el canto lejano de los pájaros y el murmullo del viento que se colaba entre los árboles. Dentro, la quietud sagrada de una habitación que había sido testigo de una entrega total aún flotaba como incienso.
Eira se encontraba recostada contra el pecho de Entienne dentro de la tina, sumergidos ambos en agua templada con aroma a lavanda y pétalos de rosa. El calor del agua acariciaba sus cuerpos desnudos mientras él, con devoción amorosa, lavaba su espalda y su cabello con movimientos suaves, casi reverenciales.
Ella cerró los ojos mientras sentía las manos de Entienne recorrer con delicadeza su piel. Su mente vagaba entre los recuerdos de la noche anterior: los suspiros compartidos, la piel contra la piel, los besos desbordantes y cómo él la había hecho suya… una y otra vez, sin prisa, con hambre y ternura. Había tocado su alma, no sol