La luz temblorosa de las velas se deslizaba sobre las paredes de piedra, como lenguas doradas acariciando secretos. La habitación, cálida y húmeda, olía a madera mojada, a lavanda, a piel recién lavada. Afuera, la lluvia murmuraba, cómplice, como si supiera que dentro de aquel santuario sagrado, dos cuerpos iban a romper las reglas del cielo y de la carne.
Eira, de pie junto al lecho, temblaba. Su piel desnuda, perlada aún por gotas de agua, brillaba como la de una diosa recién nacida. Su cabello oscuro caía en ondas húmedas sobre sus hombros, y sus pezones, duros por el frío y el deseo, se erguían con descarada timidez. Había dejado atrás sus hábitos. Había dejado atrás el miedo. Sólo quedaba ella, temblorosa, expectante… viva.
Entienne se acercó a ella, también desnudo, con el andar lento y poderoso de un depredador que se rinde ante la presa… por amor. Su cuerpo era todo deseo contenido, músculos marcados, cicatrices antiguas… y una erección firme que se alzaba con hambre y de