El humo comenzaba a oscurecer el cielo de la abadía, mezclándose con los gritos y el sonido metálico de espadas chocando. La tierra temblaba bajo el peso de la traición. Los hombres enviados por el rey de Inglaterra —disfrazados de sirvientes y obreros— se habían lanzado como una plaga sobre el corazón de la abadía. Tenían órdenes claras: no dejar piedra sobre piedra.
Pero no contaban con que dos hombres estarían dispuestos a interponerse con cuerpo y alma.
Entienne Valois, el antiguo azote de Dios, ya no vestía con la misma intención de castigar. Su espada, ahora sin el símbolo de la inquisición, era un arma de justicia, no de juicio. A su lado, Teodoro Vassari, el emisario de Borgia, descendiente de un linaje de antiguos guerreros del norte de Italia, aguardaba la señal.
Entienne alzó la espada.
—¡Ahora, Vassari! ¡A la izquierda!
Ambos se lanzaron. Entienne tomó el frente como una sombra negra entre el humo y el polvo. Su espada cortaba el aire con precisión quirúrgica