"Hasta que la muerte nos separe" Cualquiera pensaría que esta es la mayor promesa de amor. Sin embargo, hay amores tan grandes y fuertes que ni la muerte puede separar, más aún, cuando se firma un pacto indeleble que une a dos almas por toda la eternidad.
Leer másLas paredes blancas del hospital se abren paso mientras la camilla avanza a toda velocidad.
—¡Código azul, código azul! —grita la enfermera con desesperación. El sonido de sus pasos retumba en el pasillo. Su corazón late con fuerza. Clarisa no es solo una paciente, es su amiga desde el colegio, y verla en ese estado deplorable le hiela la sangre. El obstetra logra estabilizarla por un momento, pero sabe que está caminando sobre una cuerda floja. Si no actúa de inmediato, la perderá. Conoce a Clarisa desde hace cinco años y, más allá de la relación médico-paciente, la estima como a una amiga. Siente un profundo respeto por ella y por Philip, su esposo. —Marcela, debemos actuar ya. Tu hija no aguantará por mucho más tiempo —las palabras del médico arrancan a la mujer de su ensimismamiento. Está tan aterrorizada que apenas asimila lo que ocurre a su alrededor. —Tenemos que esperar a Philip. Clarisa no quiere dar a luz sin él —dice Marcela con la voz temblorosa. Sabe que está tomando un riesgo enorme, pero es la voluntad de su hija. Sin embargo, el tiempo se agota. Clarisa comienza a convulsionar. Su cuerpo se sacude con violencia en la camilla. Su piel está pálida, cubierta de un sudor frío. Su respiración es errática. En su octavo mes de embarazo, la preeclampsia se ha apoderado de ella como un demonio aferrado a su vida. La única opción es una cesárea de emergencia. El riesgo de perderla a ella o al bebé es altísimo, pero es la única esperanza. —¡Prepárenla para el quirófano, ya! —ordena el médico con firmeza. Después de estabilizarla por segunda vez, la llevan de prisa al quirófano. Ya no pueden esperar. Un equipo médico completo está listo para la intervención. Dos vidas penden de un hilo, y no escatimarán en esfuerzos. Philip irrumpe en la sala con el aliento entrecortado. Ha corrido hasta allí, maldiciendo cada semáforo, cada auto detenido en la lluvia. No piensa perderse el nacimiento de su hijo. No puede perder a Clarisa. El momento llega. Con las manos temblorosas, Philip toma las pinzas para cortar el cordón umbilical. Una ola de emoción lo embarga al ver al pequeño Federico, pero su felicidad es fugaz. De repente, el sonido de los monitores se vuelve un estruendo aterrador. —¡No…! —susurra Philip, paralizado. Las alarmas chirrían. Los médicos entran en acción. La presión de Clarisa se desploma. Su piel toma un matiz ceniciento. —¡Caballero, salga por favor, necesitamos trabajar! —una enfermera lo toma del brazo con delicadeza, pero firmeza. Philip se resiste, pero su cuerpo lo traiciona. Camina hacia la salida como un fantasma. En el pasillo, Marcela y Pamela, la madre y hermana de Clarisa, esperan con el corazón en un puño. No apartan la vista de la puerta. Cuando Philip aparece, su expresión las destroza. Está lívido, con los ojos vidriosos y las manos crispadas. No necesita decir nada. Los minutos se vuelven eternos. Luego, la puerta se abre de nuevo. El obstetra avanza con el rostro sombrío. —Lo sentimos… hicimos todo lo posible. El mundo se detiene. Los gritos de dolor desgarran el hospital. Marcela se desploma en el suelo, sollozando. Pamela la abraza, pero su propio cuerpo tiembla. Philip se tambalea, como si su alma se hubiera desprendido de su cuerpo. Su esposa, su amor, su razón de vivir, se ha ido. Clarisa muere a sus veintiocho años. Siete años de matrimonio. Cinco años de lucha para ser madre. Infinitas pruebas de embarazo negativas. Pérdidas dolorosas. Y, finalmente, la llegada de su bebé arcoíris… solo para que la vida se lo arrebatara todo en un instante. Si hubieran sabido que este era el final, nunca la habrían dejado someterse a tantos tratamientos. Nunca la habrían dejado arriesgar tanto. Las exequias se llevan a cabo en la pequeña capilla donde años atrás Clarisa y Philip prometieron amarse hasta que la muerte los separara. Nunca imaginaron que la separación llegaría tan pronto. El sueño de envejecer juntos, ver crecer a sus hijos, a sus nietos… todo se ha desvanecido como un suspiro en el viento. Philip se niega a abandonar la tumba de Clarisa. La toca con devoción, como si al hacerlo pudiera alcanzarla. No quiere irse. No quiere vivir en un mundo donde ella ya no está. Los recuerdos lo destrozan. Él, el prestigioso pediatra que había jurado nunca más amar después de una traición, hasta que apareció Clarisa y le devolvió la fe. Ella, la mujer que no buscaba el amor, pero que no pudo resistirse a la calidez de Philip. Philip llora. Cada mañana la rutina es la misma: espera en la entrada del cementerio a que abran las puertas, entra y permanece allí todo el día. Solo se marcha por la noche, cuando los empleados lo sacan casi a rastras. Mientras tanto, en la clínica, el pequeño Federico lucha por su vida en una incubadora. Sus pulmones aún son débiles. Pamela es quien se encarga de todo. Philip está demasiado roto para hacerlo. Él solo quiere irse con Clarisa. Mientras tanto… Clarisa despierta de repente. Está envuelta en la nada. El olor a hierbas inunda sus fosas nasales. Su pecho se agita con cada inhalación. Albahaca. Romero. Ruda. Y otras fragancias que no reconoce. Parpadea varias veces. Su cuerpo se siente extraño. Ligero. Pero algo no está bien. —¿Dónde estoy? —susurra con una voz frágil. Un rostro desconocido la observa con preocupación. Una joven de quizá quince años, de ojos temblorosos y húmedos. —Oh, mi lady… gracias al cielo que ha despertado. Temí que esta vez sí la habíamos perdido… Clarisa frunce el ceño. ¿Mi lady? Su corazón se acelera. —¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi madre? ¿Mi hermana? ¡Quiero verlos! El pánico se apodera de su voz. Su pecho sube y baja rápidamente. Algo no está bien. Algo está muy mal. La joven la observa con tristeza. —Mi lady… no sé de quién habla. Su madre murió cuando usted era pequeña. ¿No lo recuerda? Clarisa siente que el aire le falta. —No… no… mi madre está viva… ella me llevó al hospital… La muchacha desvía la mirada. —¿O habla de su madrastra? Aunque lo dudo… ella es una bruja. La odia con todas sus fuerzas. Sospecho que fue ella quien le hizo esto. Clarisa se estremece. ¿Madrastra? No… eso no tiene sentido. Ella no tiene una madrastra. Su madre está viva. Ella la llevó al hospital. Entonces… ¿Por qué está aquí?Hace una semana que Amaris ha regresado a la universidad, pero aún no ha visto al príncipe Edward. Sabe que está allí, lo ha escuchado en los pasillos, lo ha sentido en las miradas curiosas de algunos estudiantes, lo ha visto a lo lejos en las clases compartidas que ambos evitan cuidadosamente. Pero encontrarse cara a cara… no. Aún no sucede.Y eso, en cierto modo, la inquieta más de lo que quisiera admitir.Desde que volvió, ha procurado mantenerse firme, centrarse en sus estudios, en la responsabilidad que carga sobre los hombros. Se ha prometido a sí misma que hará todo lo posible por cumplir su sueño. Pero hay una punzada constante en su pecho, algo que se remueve en las madrugadas cuando recuerda a Edward, su petición, esa que le hizo con sinceridad en la universidad antes de partir de viaje al matrimonio de su hermana. En aquella ocasión fue tan amable, tan transparente, que por eso dolió más la traición. Porque eso es para ella el hecho de haber utilizado a sus padres... Una t
El día amanece gris, frío. La lluvia humedece los caminos empedrados que debe recorrer Amaris en pocas horas. En el palacio, los pasillos retumban con pasos contenidos, las voces se apagan entre susurros y el aire se siente menos fresco que de costumbre. Es el día en que Amaris parte nuevamente hacia la universidad. El día en que, por segunda vez, deja el hogar para perseguir sus sueños.Pero esta vez es distinto.La primera vez fue la emoción, la novedad, el fuego del futuro. Ahora sabe lo que significa la distancia, el silencio de las noches lejos del abrazo de mamá, de la sonrisa cálida de papá, de los jardines que huelen a infancia. Sabe lo que es la soledad cuando se apagan las luces de la universidad y todo lo que queda es el eco de uno mismo.Se viste con calma, cada movimiento más lento de lo necesario, como si alargar el tiempo sirviera para estirar también el corazón. Lleva un vestido sencillo, cómodo para el viaje, pero cada pliegue parece pesar el doble. Su doncella le ayu
Desde el incidente con el príncipe Edward y sus padres, Amaris ha estado diferente, más callada, incluso irritable. Su luz, esa que siempre chispeaba en los ojos cuando pintaba, se ha apagado un poco. Eleonora ha observado con cautela, sin presionar. Pero su corazón de madre le susurra que algo no está bien.Hoy, mientras el palacio se sumerge en la calma previa al anochecer, la ve desde lejos. Amaris está sentada en el jardín, frente a su caballete, los pinceles en las manos, los labios apretados en una mueca de concentración. Pero no es la pasión de siempre. Hay tensión en sus hombros, dureza en su postura. Eleonora se acerca despacio, tratando de no hacer ruido.Cuando logra ver el lienzo, se detiene en seco.No hay campos dorados, ni cielos en tonos lilas, ni ríos danzantes. No hay flores, ni formas humanas. El óleo es un agujero. Un abismo sin contornos, profundo y oscuro, donde el ojo se hunde sin encontrar nada. Una nada tan tangible que eriza la piel.Amaris se da cuenta de su
El cielo despejado anuncia una jornada tranquila. O eso creen todos en el castillo. Tres días han pasado desde la majestuosa boda de Leonel y Azucena, y hoy está previsto que la familia de la princesa regrese a su reino, Briemont. Los reyes de Elyndor han acordado despedirlos al mediodía en los jardines principales. Todo está organizado.Por eso, cuando los heraldos anuncian la llegada inesperada de la familia real de Briemont al palacio, la sorpresa es mayúscula. Eleonora y Alejandro se miran con desconcierto, pero enseguida adoptan sus rostros diplomáticos. Como buenos anfitriones, salen al vestíbulo principal a recibirlos.Llegan con porte regio, como si vinieran de visita formal y no de despedida. El rey Henric de Briemont encabeza la comitiva, seguido por la reina Syllia, la joven princesa Celeste y, caminando con paso seguro, el príncipe Edward. El rostro del príncipe está sereno, aunque sus ojos no ocultan cierta tensión. Detrás de ellos, una escolta reducida y discretamente ar
El palacio de Elyndor se viste de gala desde el primer rayo del amanecer. Los sirvientes corren de un lado a otro, las campanas repican con fuerza y el murmullo de preparativos resuena por cada corredor. Hoy es el gran día: el príncipe heredero Leonel unirá su vida con la princesa Azucena de Briemont.Hace varios días que los preparativos oficiales han comenzado. Las reuniones entre consejeros, los banquetes previos, las audiencias con las familias de ambos reinos. El día anterior a la boda, se lleva a cabo la entrega de dotes. Un acto simbólico que reafirma la alianza entre ambas casas reales. La familia de Azucena ha traído un exquisito cofre de marfil tallado a mano, repleto de joyas antiguas, piezas de oro, rollos de seda azul cobalto y documentos de propiedad sobre tierras fértiles en el sur de Briemont. Por su parte, Elyndor entrega dos caballos puros de raza celestial, una espada ancestral forjada con acero de las montañas negras, y una biblioteca completa de libros raros para
Los últimos rayos del sol ya se esconden en las montañas. En la gran explanada frente al palacio, los estandartes ondean con orgullo al viento mientras los sirvientes se apresuran a dar los últimos toques a la bienvenida real. Las trompetas ya han sonado, anunciando que la comitiva de Briemont está por llegar, y Eleonora, de pie junto a Alejandro, observa con mirada serena y atenta el camino por donde pronto aparecerán los carruajes. A su lado está Amaris, aunque sólo por unos momentos, porque en cuanto escucha los cascos de los caballos y el rodar de las ruedas acercándose, se esconde discretamente tras el cuerpo de su padre.Alejandro lo nota, sonríe con cierta ternura y mueve un poco el brazo, como dándole espacio, sin delatarla. Eleonora, sin embargo, busca con la mirada a su hija y frunce suavemente el ceño al no verla junto a ellos.—¿Dónde está Amaris? —pregunta sin volverse.—Aquí —responde Alejandro, sin necesidad de girarse. Ella ya sabe.—No es momento de esconderse —dice E
Último capítulo