El sonido de los cascos sobre la piedra vieja se desvaneció al internarse en el corazón de la villa secreta. Aquella construcción ancestral, oculta entre montañas y sombras romanas, parecía respirar el pasado. El eco de las vidas que alguna vez habitaron sus salas se mezclaba con los pasos suaves de las recién llegadas.
Borgia iba al frente. Su andar era sereno, pero su voz era comando puro.
—Que acomoden a Rowena en la cámara del norte —ordenó sin girarse—. Es la más fresca y está protegida por los muros interiores. Que traigan paños limpios, agua caliente y hojas de corteza blanca.
Entienne, cargando a Rowena en brazos, lo siguió sin dudar. Eira caminaba a su lado, con los ojos clavados en la herida aún vendada. Teodoro sostenía una lámpara y guiaba con cuidado a Eleonora.
En cuanto llegaron a la habitación, Borgia la abrió de par en par. Era amplia, de techos abovedados, con una cama de madera firme y ventanales que dejaban entrar la brisa del amanecer.
Entienne colocó a Rowena con