Habían pasado dos días desde que el barco zarpó. La costa de Italia aún estaba a dos jornadas de distancia, según las estrellas que guiaban al capitán. El mar, por momentos tranquilo, parecía retener en su vaivén los suspiros de todas las almas que iban a bordo. Pero lo único que no encontraba paz era el cuerpo de Rowena.
En el camarote principal, Eira no se había separado ni una sola noche de su lecho. Había intentado todo: infusiones de jengibre, cataplasmas de lavanda y mirra, incluso antiguos conjuros de sanación escritos en lengua antigua. Pero la fiebre no cedía.
—No está mejor —dijo Eira en voz baja mientras secaba el sudor de la frente de Rowena con un paño limpio—. Está más caliente que esta mañana. Su pulso… más débil.
Entienne, que se encontraba de pie junto al marco de la puerta, tensó la mandíbula.
—¿Qué tanto puede resistir un cuerpo herido…? Ya hemos hecho todo lo posible.
Eleonora, sentada junto al catre, mantuvo su mano sobre el pecho de la abadesa, sus ojos hundidos