Elara dormía, pero su descanso no era plácido. Aquel sueño, más bien una pesadilla, se desarrollaba en su mente con una crudeza que la hacía estremecerse incluso inconsciente.
No era un sueño como los que había tenido otras veces, no. Era algo más oscuro. Más vívido. Más real.
Se veía a sí misma de pie, sola, en medio de la ciudad de la manada. El cielo estaba cubierto de un gris denso, como si el sol se hubiera extinguido. A su alrededor, todo se convertía lentamente en polvo y cenizas.
Las casas ardían, las calles estaban llenas de humo y los aullidos de dolor se mezclaban con disparos secos que perforaban el aire como cuchillas.
Entonces los vio.
Hombres de trajes oscuros, imponentes, cubiertos por pasamontañas que ocultaban sus rostros. Avanzaban como sombras implacables.
No hablaban. No dudaban. Solo disparaban, golpeaban, destruían. Eran una fuerza de exterminio, brutal y sin alma. Elara observó con horror cómo sus armas rugían sin piedad, cómo caían niños, mujeres, ancianos… n