Lucien cargó a Alessia con el corazón en un puño. Su cuerpo apenas pesaba entre sus brazos, como si su esencia se desvaneciera poco a poco. Su piel estaba helada, demasiado pálida, y su respiración era apenas un suspiro.
—¡Aguanta, Alessia! —murmuró con la voz quebrada mientras corría por los pasillos del palacio.
Syrah se quedó atrás, junto a Jarek, que seguía inconsciente, herido. Elara no lo pensó dos veces: corrió tras su hija, con el corazón, latiéndole en los oídos, como si ya presintiera la fragilidad del momento, como si su alma supiera que algo trascendental estaba por revelarse.
Lucien empujó la puerta de la habitación y depositó con sumo cuidado el cuerpo inerte de Alessia sobre la cama. Cayó de rodillas junto a ella, con los dedos temblorosos, sin saber qué hacer. Solo la miraba, impotente.
Elara entró detrás, jadeando, y al ver a su hija tan pálida, tan quieta, se le heló la sangre.
—¡Lucien! —exclamó, corriendo hacia la cama—. ¿Qué le pasa a mi hija?
Él alzó la vista. Su