—Ordeno que todos los híbridos, todo aquel que posea, aunque sea una gota de nuestra sangre, venga con nosotros.
La voz de Jarek resonó con un eco solemne, como si la tierra misma se estremeciera al oírlo. Nadie se atrevió a contradecirlo. Su mirada ardía con una mezcla de rabia contenida, deber y cansancio acumulado.
Salió del recinto acompañado por un silencioso desfile de figuras que no sabían si sentirse aliviadas o condenadas.
Eran los híbridos. Algunos iban cabizbajos, otros caminaban con el orgullo herido, la mayoría con la incertidumbre clavada en el pecho.
Sus propios betas los escoltaban, y aunque ninguno alzó la voz, el ambiente se impregnó de un desprecio tácito, de un miedo que nadie se atrevía a nombrar. Muchos los veían como errores de la naturaleza, como amenazas latentes.
Era evidente que la simple existencia de los híbridos dividía al mundo.
Horas después, Jarek se reunió con el consejo de reinos y manadas. El salón estaba impregnado de tensión; la incomodidad era pal