Cuando Elara regresó a la habitación de su esposo, sus pasos eran torpes, casi temblorosos.
La furia que había sentido minutos antes comenzaba a ceder, pero en su pecho se acumulaba un dolor sofocante.
Cambió a su forma humana con un destello de luz dorada y se cubrió con una bata ligera, que no conseguía detener el temblor que recorría su cuerpo.
Alzó la vista, y al ver a Jarek, tendido, inmóvil, su corazón pareció partirse en mil fragmentos.
Se acercó lentamente, como si tuviera miedo de que él desapareciera si se movía demasiado rápido. Se sentó junto a la cama y tomó su mano entre las suyas, llevándola a sus labios.
—Perdóname, mi amor… —susurró con la voz quebrada—. Es mi culpa… no supe ver a los traidores, no sentí su veneno infiltrarse entre nosotros. ¡Estaban tan cerca! ¡Y yo tan ciega! Debí protegerte.
Las lágrimas comenzaron a brotar, cayendo sobre la piel caliente de su esposo.
Elara cerró los ojos y apoyó su frente contra su mano.
—Despierta, Jarek, por favor… —rogó, su vo