Jarek se quedó inmóvil. Las palabras de Elara acababan de desgarrar un hilo que ni él sabía que estaba sosteniendo.
La habitación, silenciosa segundos antes, se volvió asfixiante.
—Salgan todos —ordenó con voz grave—. Déjenme a solas con Elara.
Su tono no admitía réplica.
Y, sin embargo, Rhyssa no se movió ni un milímetro.
Permanecía en pie junto al trono, apenas cubierta con una manta, los ojos llenos de súplica.
—Majestad… —musitó, temblorosa.
—¡Sal ahora, Rhyssa! —rugió Jarek, y el poder de su voz hizo vibrar las paredes.
La loba bajó la cabeza, recogió su ropa con torpeza, y salió casi huyendo.
Apenas se cerró la puerta, el silencio volvió a caer… pero no era el mismo.
Era más denso, más pesado. Era la calma que precede al caos.
Elara se quedó dónde estaba, intentando controlar la sacudida de su pecho.
Podía oír los latidos de su propio corazón, podía sentir a su loba, Esla, revolviéndose dentro de ella, con los sentidos encendidos y una advertencia constante palpitando en su interior.
Jarek comenzó a acercarse, lento, firme, como un depredador que ya ha escogido a su presa.
Sus ojos… sus ojos no eran humanos.
Ardían con furia, con decepción, con una mezcla de deseo y odio que le erizó la piel.
Se detuvo a un palmo de ella. Su sombra la cubría por completo.
Entonces alzó la mano y la colocó sobre su cuello.
No apretó con violencia, pero sus dedos eran firmes, su tacto helado.
Elara sintió cómo su aliento se detenía. No por asfixia, sino por la amenaza silenciosa. Por lo que implicaba ese gesto.
—Entonces… ¿Eso quieres? ¿Mi rechazo? —susurró él, con voz áspera, tensa—. ¿De verdad crees que podrías soportarlo?
Elara tragó saliva. La angustia subía por su garganta, pero no retrocedió.
La voz de Esla le aullaba en los oídos, desgarrada, herida… pero también fuerte. Resistente.
Asintió.
—¡Recházame ya y me iré! —gritó con desesperación, con las lágrimas amenazando sus ojos.
Su voz tembló, pero no cedió.
Jarek no respondió.
En cambio, se inclinó hacia ella. Su nariz se deslizó por su cuello, olfateando su aroma como si quisiera grabárselo en el alma.
Y sus labios, esos labios que imaginó tocando los suyos … Se posaron apenas sobre su piel.
Fue un roce. Nada más.
Pero fue suficiente para que su cuerpo entero se estremeciera. Su piel ardió. Cada fibra de su ser reaccionó con una mezcla de dolor y deseo que la hizo temblar.
Pero vio esa marca, y eso lo devolvió a la dura realidad. Ella lo sabía.
Jarek retrocedió de golpe.
—Bien —dijo, con un tono helado—. Ya que no quieres ser Luna… entonces serás criada.
Elara abrió los ojos con horror. Cada palabra suya era como una lanza en el pecho.
—¡Quiero ser libre! —protestó, con el alma rota, con la dignidad colgando de un hilo.
Pero Jarek soltó una risa amarga.
—¿Libre? —repitió, como si fuera una broma cruel—. ¿Crees que puedes venir aquí y exigir libertad?
Se dio la vuelta, caminó unos pasos, y luego se giró hacia ella con una mirada tan letal que Elara sintió que le cortaba el aliento.
—Si viniste a buscar información para los pícaros o a tu querida manada Granate… te advierto que el castigo por espionaje es la muerte. Una ejecución pública. Una cabeza más clavada en la muralla.
Elara sintió que las piernas le fallaban.
—¡No soy una espía! —gimió, con la voz quebrada—. Solo quería escapar. Mi manada me traicionó. Me castigaron. Soy una exiliada… no tengo un hogar.
Sus palabras se ahogaron en su garganta. El dolor era demasiado grande.
Pero Jarek no se conmovió.
—Entonces, pequeña exiliada… —dijo, cada sílaba cargada de veneno—. Te quedarás aquí. Pero no como Luna. No como guerrera. No como loba.
Se acercó de nuevo, imponente, brutal.
—Serás mi criada personal. La sombra de lo que pudiste haber sido.
Y entonces rugió. Rugió con tanta fuerza que la habitación pareció temblar.
Elara se sobresaltó. Su cuerpo se contrajo por reflejo. El grito de autoridad resonó en sus huesos.
—¡Vete de mí, vista!
No esperó a más.
Giró sobre sus talones y huyó. Salió de la habitación casi corriendo, el pecho a punto de estallar.
Cuando cruzó la puerta, se apoyó en la pared más cercana. Le dolía el alma. Su cuerpo temblaba, sus labios ardían donde él la había tocado.
No podía comprender cómo podía odiarlo tanto y, al mismo tiempo, sentir que su cuerpo entero lo anhelaba.
Era una maldición. Una cadena que no podía romper.
Dentro de ella, Esla gimió con fuerza.
«Tenemos que escapar», pensó Elara, con el corazón deshecho.
Y su loba le respondió, con una voz suave, protectora.
«Lo haremos. Pero no ahora. Necesito sanar. Aguanta… resiste un poco más. Sobreviviremos».
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