Los guardias quedaron paralizados, sin atreverse a detenerla ni a cuestionar su entrada.
—Rey Jarek… yo… —su voz tembló, pero no se detuvo.
Elara dio un paso al frente, tocó su pecho con una mano temblorosa, y de pronto vio a aquella mujer desnuda sobre la cama.
Una punzada de dolor la atravesó como una lanza ardiente.
Su loba, Esla, aulló con furia, una furia salvaje y desatada.
—¡Lo mataré! —rugió la loba dentro de ella, con un rugido tan fuerte que parecía romper el silencio de la noche.
—¿Qué sucede, Elara? —preguntó Jarek con una mezcla de burla y fastidio—. ¿Has venido a contemplar tu derrota? ¿Quieres vernos aparear?
Elara lo miró, pero esta vez con una rabia contenida, con la fuerza que le daba Esla, su loba herida y traicionada.
No derramó una sola lágrima.
—No he venido a suplicar, ni a rogar por tu amor —dijo con voz firme—. He venido a que me rechaces, y me dejes ir.
Jarek se quedó inmóvil. Las palabras de Elara acababan de desgarrar un hilo que ni él sabía que estaba soste