Los ojos de Elara se abrieron como si un rayo le atravesara el pecho.
La sentencia de Jarek cayó sobre ella como una tormenta.
Un miedo se le despertó en la piel, en cada fibra de su cuerpo tembloroso, y con él, el aullido desgarrador de Esla, su loba, quebró su mente por dentro.
—¡No! —gritaba la loba en su interior—. ¡Ese no es nuestro destino! ¡No es esto lo que estaba escrito!
Pero el rey Alfa no oía a su loba. Ni siquiera veía a Elara.
Solo sentía el hedor. Aquel maldito olor que no era suyo.
Y eso, para su lobo, era suficiente.
Jarek dio un paso más.
Sus ojos brillaban con una furia tan intensa que parecían brasas encendidas.
Su mandíbula apretada, los músculos tensos, el poder crudo de un Alfa temido y respetado vibrando a su alrededor como una amenaza silenciosa.
—Así que ya te marcó otro lobo… —escupió con voz grave, rota, como si esas palabras le supieran a veneno—. Vaya sorpresa.
Elara bajó la mirada. No podía sostenerle la vista. No porque no tuviera valor, sino porque su c