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Capítulo: La compañera rechazada

Los ojos de Elara se abrieron como si un rayo le atravesara el pecho.

La sentencia de Jarek cayó sobre ella como una tormenta.

Un miedo se le despertó en la piel, en cada fibra de su cuerpo tembloroso, y con él, el aullido desgarrador de Esla, su loba, quebró su mente por dentro.

—¡No! —gritaba la loba en su interior—. ¡Ese no es nuestro destino! ¡No es esto lo que estaba escrito!

Pero el rey Alfa no oía a su loba. Ni siquiera veía a Elara.

Solo sentía el hedor. Aquel maldito olor que no era suyo.

Y eso, para su lobo, era suficiente.

Jarek dio un paso más.

Sus ojos brillaban con una furia tan intensa que parecían brasas encendidas.

Su mandíbula apretada, los músculos tensos, el poder crudo de un Alfa temido y respetado vibrando a su alrededor como una amenaza silenciosa.

—Así que ya te marcó otro lobo… —escupió con voz grave, rota, como si esas palabras le supieran a veneno—. Vaya sorpresa.

Elara bajó la mirada. No podía sostenerle la vista. No porque no tuviera valor, sino porque su corazón estaba hecho trizas.

La vergüenza la abrasaba por dentro, pero también la impotencia, el dolor, la rabia contenida.

—Resulta que la dulce compañera destinada y poderosa, que tanto esperaba —dijo él, con sarcasmo amargo— no es más que una pícara zorra.

La bofetada no vino con la mano. Fue con las palabras.

Elara parpadeó, herida en lo más profundo.

La loba dentro de ella se retorcía de dolor, rugía por lo bajo, desgarrada entre la culpa y la furia.

—¿Creías que podrías venir aquí, oler a celo, jugar con el instinto de mi lobo, y quedarte con el puesto de Luna?

—Yo… —susurró ella, apenas audible, un intento ahogado de explicar.

Pero él no la dejó hablar.

—¡Silencio! No te voy a aceptar como la Luna de esta manada. No lo mereces.

Cada palabra fue un cuchillo. Cada frase, una condena.

Elara quiso gritar,

“¡No fui marcada por elección! ¡Fui tomada! ¡Fui forzada!”

Pero la voz se le quebró en la garganta. Se ahogó.

Porque… aunque no hubiera querido, esa maldita marca, ese vínculo, seguía ahí, en su piel, como un recordatorio de la traición, de la humillación que la hicieron vivir.

La ataba. Le dolía. Aunque no lo deseara.

Era una cadena a su alma, a su loba y a su corazón, la peor cárcel… era la más cruel de todas.

Jarek se giró, apenas conteniéndose. Su pecho subía y bajaba con violencia.

El lobo en él rugía, exigía justicia, venganza, sangre.

Fue entonces cuando llegó Thoren, su Beta.

El hombre vio la escena.

No dijo nada. Solo bajó la mirada… como si el dolor ajeno también fuera suyo.

Pero su lobo se agitó ante el olor de la hembra.

Elara aún estaba en celo. Y ese aroma embriagador era tan fuerte, tan salvaje, que hacía difícil pensar.

Tan deseada… y tan rechazada.

Thoren se quitó su abrigo y se lo entregó al Alfa.

Jarek lo sostuvo por un segundo, y luego, como si aquello le repugnara, lo lanzó con desprecio hacia Elara.

—¡Cúbrete! —gruñó—. ¿O acaso quieres seguir exhibiéndote ante mi manada como una cualquiera?

La humillación la golpeó con fuerza.

El abrigo cayó sobre ella, y temblando, se lo colocó con manos torpes, cubriendo su cuerpo como si intentara esconder la vergüenza.

Pero la vergüenza no estaba en su piel desnuda. Estaba en su alma desnuda.

El abrigo le llegaba hasta los tobillos.

Y aun así, se sentía expuesta.

Los ojos azul eléctrico de Elara estaban cristalizados, a punto de romperse.

Jarek lo notó… pero no dijo nada.

Porque si abría la boca, sabía que tal vez gritaría.

O haría lo impensable: acercarse a ella.

—Eres un fraude —murmuró con voz más baja, más amarga—. Una loba marcada. Y no por mí.

Y se dio la vuelta, caminando hacia la puerta, el pecho erguido, el alma hecha cenizas.

Elara cayó de rodillas.

No por debilidad, sino porque su loba rugió dentro de ella, presa del mismo dolor.

Su cuerpo se sacudió con un sollozo seco.

No había sido una compañera infiel.

Había sido una víctima.

Y ahora… era doblemente castigada.

—Perdóname, Esla —susurró con los dientes apretados, abrazando su propio cuerpo como si necesitara aferrarse a algo.

Y Jarek… no soportó verla así.

Aun con toda su furia, con todo su orgullo destrozado, había algo en esa mirada de Elara que lo quebraba por dentro.

Era dolor. Dolor puro. Un espejo del suyo.

Y eso… lo volvió loco.

Pero ya era tarde.

No podía quedarse.

No debía quedarse.

Se dio media vuelta. Sus puños apretados al punto de romper piel.

Su mandíbula rígida.

El corazón latiéndole con fuerza, rabia, deseo, vergüenza, anhelo, y una maldita necesidad de poseerla y alejarse al mismo tiempo.

Sin decir una palabra más, Jarek se transformó.

Su forma lobuna emergió en un instante, poderosa, imponente.

Y con un rugido que retumbó en todo el claro, corrió.

Corrió como si pudiera escapar de sí mismo.

Como si pudiera huir de esa mirada rota que lo perseguiría incluso en sus sueños.

***

Thoren se giró hacia Elara.

La miró con algo más que lástima.

Había respeto en su gesto. Compasión, quizás. Pero no ternura.

No podía haber ternura cuando el olor de su celo aún vibraba en el aire.

—Venga conmigo —dijo en tono firme, sin dureza—. Debe volver al castillo.

Elara parpadeó, exhausta.

Dolía moverse, dolía respirar.

Pero peor era seguir ahí.

Asintió. Ya no tenía sentido huir.

Su corazón ya estaba demasiado herido para seguir luchando.

***

La llegada al castillo fue silenciosa. El ambiente, tenso.

Los lobos guerreros la observaban de reojo. Algunos con deseo, otros con respeto, otros simplemente con esa curiosidad salvaje de la manada que huele algo diferente.

El olor a celo se había disipado.

El Beta Thoren, al entrar, dio instrucciones rápidas a dos soldados:

—Llévenla a una habitación de servicio. Que esté limpia. Y que la vigilen.

—¡¿A una habitación de servicio?! —murmuró una de las sirvientas con tono ofendido—. ¿No que era la compañera del rey?

Antes de que nadie pudiera decir más… una figura poderosa apareció desde la escalera central.

Era ella. Luna Syrah.

La antigua Luna de la manada Rosso.

Alta, elegante, vestida con una túnica de tonos dorados que brillaban bajo la luz del salón.

Su sola presencia silenciaba todo a su paso.

El poder en su aura era casi tangible.

Thoren hizo una reverencia inmediata.

Elara, aunque no sabía quién era, sintió el poder en su esencia, y también inclinó la cabeza con respeto.

—¿Es ella? —preguntó la mujer, deteniéndose a un par de metros de Elara.

Su voz era profunda, vibrante, con una autoridad que no admitía dudas.

El consejero real, que apareció desde el fondo de la sala, intervino:

—¡Es ella, mi señora! Yo la vi. ¡Posee la última loba dorada!

—Su energía… es única. Lo sentí. Su aura… es la misma que narran las profecías.

Luna Syrah sonrió.

Se acercó a Elara, la estudió de pies a cabeza.

El abrigo aún la cubría, pero su mirada lo atravesaba todo.

—Bienvenida, Elara —dijo con solemnidad—.

Tu llegada estaba escrita. Serás la primera Reina Luna. La compañera destinada del Rey Alfa Jarek de Rosso.

Luna Ro

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