Eyssa era llevada, arrastrada por la fuerza de los soldados que la custodiaban.
Heller, el autoproclamado rey Alfa, había obligado a todo su ejército a colocarse frente al castillo, creando un espectáculo de poder y dominación.
Solo el ejército Kan estaba dentro, junto a él, y su presencia era suficiente para llenar el ambiente de tensión.
Heller estaba feliz, una sonrisa cruel se dibujaba en su rostro mientras esperaba la llegada de su prisionera.
Entonces, la vio llegar, casi no lo podía creer: atada de manos y pies con hilo de plata, una cadena que simbolizaba su derrota. El estado de Eyssa lo sorprendió; su apariencia era desoladora, su rostro estaba sucio y su cabello, enmarañado.
Heller soltó una risa burda, una risa que resonó en el aire como un eco de su satisfacción.
—¡Eyssa! —exclamó, su voz llena de desdén—. Mírate, la princesa consorte, la nieta de un Rey Alfa. ¿Creíste que ibas a ganar? ¡Pobre, solo das lástima!
La obligaron a caminar, sus pies descalzos, golpeando el su