Hester abrazó a su madre con fuerza, como si temiera que, de soltarla, se desvaneciera entre sus brazos como un espejismo.
Verla de nuevo era como recuperar un pedazo de alma perdido, como respirar la paz que durante tanto tiempo se le había escapado entre guerras, traiciones y noches interminables de odio.
Aquella calidez materna le devolvía algo que había creído muerto: la certeza de que aún había algo puro en medio de la oscuridad.
Pero, cuando levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de su padre, todo aquello se quebró.
El aire se volvió denso, pesado, casi imposible de respirar. Crystol intentó sostener la mirada de su hijo, pero la vergüenza y los recuerdos lo golpearon con tal violencia que su cuello pareció doblarse bajo el peso de los años.
—Hijo… —susurró apenas, como si aquella palabra pudiera recomponer todo lo roto.
Hester se estremeció.
Una ira tan vieja como sus cicatrices lo atravesó de pies a cabeza.
Dio un paso hacia él, sus labios temblaban, y cuando habló