Cuando el auto finalmente se detuvo, Elara no esperó a que Thoren le abriera la puerta.
Bajó por su cuenta, como si algo la llamara con urgencia, desde el mismo corazón de la tierra.
La brisa era distinta.
Más densa, cargada de un aroma antiguo, casi sagrado.
Frente a ella, se alzaba una colina cubierta de árboles centenarios, y justo en la entrada del camino empedrado, un letrero de madera carcomido por los años colgaba, casi vencido por el tiempo. Aún podía leerse, aunque con dificultad:
"Bienvenidos a la Manada Golden"
Elara se quedó paralizada. Su pecho se encogió, su respiración se volvió superficial.
Dio un paso, luego otro, y finalmente cayó de rodillas. Tocó la tierra con ambas manos. Estaba tibia, palpitante. Viva.
Y entonces vinieron los recuerdos.
Primero como sombras, como destellos dispersos. Luego como relámpagos furiosos atravesando su mente.
Una noche roja.
La aldea ardiendo.
Los gritos desgarradores.
Humo, cenizas, cuerpos sin vida.
Su madre llorando.
Y él… Bernard, el