Cuando Elara comprendió que no tendría el más mínimo control sobre lo que estaba a punto de suceder, que ese lobo a su lado —ese beta aparentemente leal— también podía perder la razón y dejarse arrastrar por el instinto más primitivo, el miedo le atravesó el pecho como una lanza helada.
Sin pensarlo, abrió la puerta del auto de un golpe, aun con el motor encendido, y salió corriendo como si su vida dependiera de ello… porque lo hacía.
—¡Beta Thornen, aléjese de mí! —gritó, su voz quebrada por la angustia—. ¡Es una orden!
Su rugido resonó en el aire, poderoso, como un grito de auxilio teñido de rabia.
Era una orden directa, emitida desde lo más profundo de su ser alfa, una súplica disfrazada de autoridad.
Pero Thornen no se detuvo. Detuvo el auto y bajó.
Sus pasos pesados retumbaban contra la tierra húmeda mientras avanzaba con una respiración entrecortada, cada vez más errática.
Sus ojos, tan humanos unos segundos antes, ardían ahora con un fulgor salvaje, uno que Elara reconocía bie