Elara quería escapar. Cada fibra de su ser se lo suplicaba.
Sus ojos recorrían los árboles que se desdibujaban por la velocidad del carruaje tirado por bestias de guerra, lobos imponentes al servicio de la manada Rosso.
Si pudiera saltar, si tuviera fuerzas... si tan solo Esla, su loba interior, reaccionara.
—Esla… sálvame, por favor… —susurraba en su mente, como una plegaria sin eco.
Pero Esla no respondía. O sí, pero lo hacía con aullidos de dolor, apagados, distantes, como si la estuvieran apagando lentamente desde dentro.
Algo no estaba bien. Elara lo sentía. Estaban débiles, como si una fuerza las estuviera drenando.
Tal vez ese maldito Rael era el culpable, una lágrima se deslizó al recordar el abuso, la marca.
El carruaje atravesó un portón imponente y se detuvo frente al castillo Rosso, la sede del poder más temido entre los clanes lycan.
La joven se quedó sin aliento.
A pesar del temor que la recorría, no pudo evitar maravillarse ante la majestuosa construcción de mármol blanc