Capítulo: La loba dorada

Elara quería escapar. Cada fibra de su ser se lo suplicaba.

Sus ojos recorrían los árboles que se desdibujaban por la velocidad del carruaje tirado por bestias de guerra, lobos imponentes al servicio de la manada Rosso.

Si pudiera saltar, si tuviera fuerzas... si tan solo Esla, su loba interior, reaccionara.

—Esla… sálvame, por favor… —susurraba en su mente, como una plegaria sin eco.

Pero Esla no respondía. O sí, pero lo hacía con aullidos de dolor, apagados, distantes, como si la estuvieran apagando lentamente desde dentro.

Algo no estaba bien. Elara lo sentía. Estaban débiles, como si una fuerza las estuviera drenando.

Tal vez ese maldito Rael era el culpable, una lágrima se deslizó al recordar el abuso, la marca.

El carruaje atravesó un portón imponente y se detuvo frente al castillo Rosso, la sede del poder más temido entre los clanes lycan.

La joven se quedó sin aliento.

A pesar del temor que la recorría, no pudo evitar maravillarse ante la majestuosa construcción de mármol blanco y piedra negra, un contraste tan bello como amenazante.

El interior brillaba con opulencia: candelabros de cristal, cuadros con marcos de oro, columnas talladas con figuras de antiguas leyendas.

Pero nada de eso le pertenecía. Nada de eso era suyo.

Porque a ella la arrastraban como si fuera la peor criminal de la historia lycan.

Con las muñecas atadas, los brazos adoloridos, y la frente en alto solo por orgullo.

Durante toda su vida, Elara había escuchado historias sobre los Rossos. Guerreros despiadados. Alfas sedientos de poder.

Lobos nacidos para la guerra, criados para conquistar. Sus métodos eran brutales, su reinado, autocrático. No negociaban. No perdonaban. Y ahora, ella estaba allí. Dentro del corazón mismo del imperio.

Temblaba. No de frío, sino de un miedo que no había conocido jamás.

Cada paso que la acercaba a las puertas doradas del salón principal era una sentencia.

Sus pies parecían de plomo, pero los guardias la empujaban, forzándola a avanzar.

—Esla… no es momento de acobardarse —rogó—. Sálvame. No quiero morir. Solo juntas podemos escapar…

Pero la loba dentro de ella no respondía con miedo. Lo que sintió fue deseo.

Una urgencia salvaje, como si algo al otro lado de esa puerta la llamara con una fuerza imposible de resistir.

Las puertas se abrieron de par en par, y Elara fue empujada al interior.

El salón era inmenso, silencioso y frío como un mausoleo.

Al fondo, un trono vacío de piedra tallada. Y de espaldas, de pie, en un balcón que daba al bosque, un hombre. Alto. De complexión poderosa. Inmóvil. Como una estatua esperando el juicio de los Dioses.

Uno de los guardias la miró con odio.

—¡Arrodíllate, sucia pícara!

Ella no lo hizo. No porque no sintiera miedo, sino porque sus rodillas se negaban a ceder. El hombre no dudó. Le propinó una brutal patada en la pierna.

Elara gritó de dolor y cayó de rodillas al suelo.

—¡Estás ante el Alfa de Alfas, el rey de los lobos Rossos! ¡No tienes derecho siquiera a mirarlo!

Una señal bastó para que los guardias se retiraran. El silencio fue más brutal que cualquier grito.

Elara bajó la cabeza. Cerró los ojos con fuerza.

Si no lo veía, quizás no la dañaría. Era un pensamiento infantil… pero era todo lo que tenía.

Sintió sus pasos. Lentos. Firmes.

Cada pisada resonaba en el mármol como un trueno en el pecho. Y entonces pasó junto a ella… pero se detuvo.

El aroma la alcanzó.

Y fue como si el mundo dejara de girar.

Jarek Rosso se quedó quieto. El aire cambió. Una fragancia golpeó su nariz: rosas frescas, miel, sol y algo más… algo antiguo, sagrado.

Su lobo rugió. No aulló. Rugió con fuerza, golpeando desde dentro.

¿Quién era ella? ¿Cómo podía tener ese aroma?

Parpadeó. Una idea salvaje y prohibida cruzó su mente.

¿Su compañera?

«¡No!», pensó con rabia

«Yo no tengo una destinada. No existe una mate. Juré que si sobrevivía… no volvería a amar»

Pero su cuerpo no obedecía a su lógica.

Se giró. Tomó los cabellos de la chica y los jaló hacia atrás, obligándola a mirarlo.

Su boca se acercó a su oído.

Y al hacerlo, Elara sintió que algo dentro de ella se incendiaba. Su piel, su sangre, su corazón… todo ardía.

—¿Quién eres, pequeña pícara? Habla todo lo que sepas, o te juro por la luna que te mataré sin piedad.

Su voz era brutal, llena de una rabia contenida. Pero ella no podía apartar la mirada.

Lo vio. Por primera vez lo vio. Esos ojos negros como la noche. Esa mandíbula poderosa. Ese rostro como tallado por la propia diosa lunar.

Sintió un cosquilleo en el vientre, un temblor en el pecho.

Y el aroma… ese maldito aroma. Su cuerpo quería rendirse. Su loba también. Sentía la urgencia de arrastrarse a sus pies y quedarse ahí… para siempre.

—Esla… —susurró, pero la loba no estaba calmada.

Al contrario. Esla rugía. Enloquecía. Golpeaba su mente con fuerza. Estaba desatada.

—¡Habla! —gruñó el rey—. ¿Eres una traidora de los Darkness? ¿Te envió Granate a asesinar al rey de los Alfas?

Elara abrió los ojos con espanto, perdió el control.

El miedo estalló en su pecho. Entonces, actuó por puro instinto.

Lo empujó. Gritó. Su cuerpo se transformó en segundos, su piel se deshizo en pelaje dorado.

Esla emergió. Salvaje. Feroz. Sin pensar. Saltó por la ventana del balcón, un salto suicida… pero necesario.

—¡No escapes! —gritó Jarek, con la voz rota—. ¡Guardias! ¡Tras ella! ¡No dejaré que se pierda otra vez!

El consejero del rey trató de detenerlo.

—¡Mi señor, espere! ¡Escúcheme!

Pero Jarek ya corría hacia el bosque, transformándose en plena carrera.

Su lobo de pelaje plateado y ojos enrojecidos no dejaría que esa hembra desapareciera.

En otra parte del castillo, el consejero llegó corriendo a los aposentos de la Luna Syrah. Golpeó la puerta con fuerza.

Tenía que contar lo que vio, porque estaba seguro de que esa era la salvación para la sobrevivencia del clan de los Rosso, para que la manada ascendiera al gran poder prometido.

—¡Alteza! ¡Luna Syrah! ¡La profecía se ha cumplido! ¡Ha aparecido la compañera del Rey Jarek! ¡Es ella… la última loba dorada!

Syrah dejó caer la taza de porcelana, que estalló contra el suelo. Se incorporó de golpe, con los ojos abiertos de asombro. Una sonrisa, temblorosa, pero llena de esperanza, iluminó su rostro.

A su lado, Rhyssa, la concubina del Rey Alfa, apretó los puños con fuerza. Acababa de despertar su peor temor.

Luna Ro

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